El duelo se siente como un profundo desgarro en nuestro ser.
Debemos transitar un cúmulo de emociones: tristeza, desolación, desamparo, negación (esto no es verdad, no está ocurriendo), enojo, impotencia, frustración, sensaciones todas que nos ponen existencialmente en jaque y resultan en muchos momentos intolerables.
Cada una de ellas nos contacta con algo nuestro: un aspecto de nosotros y de nuestra historia que vuelve a hacerse presente cuando debemos desprendernos de ese sentimiento que habíamos depositado en aquello que ya no está.
Su ausencia nos enfrenta con un vacío profundo que estaba velado por el amor. Velado en el sentido de velo, de lo que oculta y recubre, y también en el sentido de cuidado, de resguardo, de custodia.
Por eso el duelo, si podemos transitarlo, nos hace crecer. Porque nos obliga a hacernos cargo de aquello que lo amado quitaba de nuestra vista.
Y, una vez que ese velo cae, nos interpela a hacernos responsables de quiénes somos, qué elegimos y adónde realmente buscamos nuestro deseo.
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