Todo el mundo lo sabe : cuando te rompen el corazón en mil pedazos y te agachas a recogerlos sólo hay novecientos noventa y nueve trozos.
Y ese, el que falta, el que no se encuentra en el suelo, queda clavado como un vidrio adentro que lejos de desaparecer se va ramificado en partículas cada vez más chiquitas hasta volverlas imperceptibles.
Pero no es la verdad.
Ahí están soldadas.
Siguen siendo sólidas y punzantes.
Y como todo vidrio su función será cortar en dos direcciones :
a quien toca donde no tenía que tocar y hacia adentro donde seguirá hibernando para toda la vida simulando su desaparición.
Porque algunas veces el dolor es así. Persiste.
Se vuelve trauma.
Eterno.
Por eso hay que saber en donde está ubicado. Para proteger la zona herida como a es vereda rota que le ponen una madera encima avisando que abajo hay un pozo.
Y como todo pozo la atención es la forma más prudente para no caer.
A veces no se llora a quien nos hirió. Sino el hecho que nos halla herido. Porque ahora portamos un pedazo de vidrio que antes no teníamos.
Lo que nos clava adentro no es la herida del desamor.
Porque el desamor no carga con la mochila de la responsabilidad que tiene la intención.
Lo que no cicatriza es la herida en el centro de la confianza.
Cuando alguien traiciona la confianza el pedazo que nos queda adentro nunca muere.
No es tan difícil duelar a alguien que no pudo amarnos. Lo imposible es que deje de doler el daño que nos causó.
Uno intenta y cree que pudo.
Pero cada vez que el mal recuerdo le da un orgasmo a la memoria uno siente que el tiempo no pasó.
Es que adentro no pasó.
El corazón no crece otra vez.
No te estoy llorando a vos.
Estoy llorando por el vidrio que me dejaste.
Lorena Pronsky
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