jueves, 28 de mayo de 2020

Oda al doble otoño, Pablo Neruda

Está viviendo el mar mientras la tierra
no tiene movimiento:
el grave otoño
de la costa
cubre
con su muerte
la luz inmóvil
de la tierra,
pero
el mar errante, el mar
sigue viviendo.

No hay
una
sola
gota
de
sueño,
muerte
o
noche
en su
combate:
todas
las máquinas
del agua, las azules
calderas,
las crepitantes fábricas
del viento
coronando
las olas
con
sus violentas flores,
todo
vivo
como
las visceras
del toro,
como
el fuego
en la música,
como
el acto
de la unión amorosa.

Siempre fueron oscuros
los
trabajos
del otoño
en la tierra:
inmóviles
raíces, semillas
sumergidas
en el tiempo
y arriba
sólo
la corola del frío,
un vago
aroma de hojas
disolviéndose
en
oro:
nada.
Un hacha
en el bosque
rompe
un tronco de cristales,
luego
cae
la tarde
y la tierra
pone sobre su rostro
una máscara
negra.

Pero
el mar
no descansa, no duerme, no se ha muerto.
Crece en la noche
su barriga
que combaron
las estrellas
mojadas, como trigo en el alba,
crece,
palpita
y llora
como un niño
perdido
que sólo con el golpe
de la aurora,
como un tambor, despierta,
gigantesco,
y se mueve.
Todas sus manos mueve,
su incesante organismo,
su dentadura extensa,
sus negocios
de sal, de sol, de plata,
todo
lo mueve, lo remueve
con sus arrasadores
manantiales,
con el combate
de su movimiento,
mientras
transcurre
el triste
otoño
de la tierra.

1956






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