domingo, 15 de diciembre de 2024

El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante  bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades  contradictorias,  comporta  a  la  vez las nociones  de  tibieza,  dulzura,  intimidad  de  los cuerpos,  y  las  de  violencia,  agonía  y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne, no define el fenómeno del amor, asi como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la  voluptuosidad  sino  a  la  carne  misma,  ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma.
Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro cuerpo propio, y que sólo nos mueve a lavarla a alimentarla y, llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo.
Al igual como la danza de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor nos arrastra a  un universo diferente, donde en otros momentos nos está  vedado  penetrar,  y  donde  cesamos  de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la  vida  que  se  embotan   ya  en  mi  recuerdo, sometidos  a  la   misma  ley  que  quiere  que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio, la gloria.

Memorias de Adriano,
Marguerite Yourcenar

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