Expulsado de México y de Estados Unidos, David Alfaro Siqueiros llegó a la Argentina en 1933 invitado por Victoria Ocampo. Pero sus charlas en la Sociedad Amigos del Arte fueron suspendidas, y Siqueiros aceptó un inesperado ofrecimiento de Natalio Botana: casa y comida a cambio de un mural. Terminado el trabajo, Siqueiros partió a la Guerra Civil Española, sin sospechar que su obra sería rociada de ácido y cal por la madre de María Julia Alsogaray, cortada en siete partes y almacenada en distintos containers, a causa de una disputa judicial entre una empresa quebrada y sus acreedores. Ésta es la increíble historia del mural.
POR JUAN IGNACIO BOIDO
En octubre de 1932, un crítico de arte que no entró en los anales ni siquiera por formar parte de esta historia, deambulaba por la Olvera Street de Los Angeles cuando se encontró en plena noche a David Alfaro Siqueiros parado en la cima de una escalera, pintando los últimos detalles de lo que, visto desde la vereda de enfrente, resultaba ser un mural de veinticuatro metros de ancho por cinco y medio de largo: Tropical Americana. Siqueiros acababa de llegar a Estados Unidos después de una temporada en las cárceles mexicanas, gentileza de la misma revolución en cuyas filas se había enrolado al cumplir los veinte años, cuando en México apenas germinaba la idea de “liberar al pueblo oprimido por una oligarquía que huye sin desear saber más de esos indios salvajes”. En cuanto llegó el poder, el gobierno revolucionario del ‘17 les había ofrecido a los Muralistas encabezados por José Clemente Orozco y Diego Rivera los edificios públicos para pintar la historia de la Revolución. Pero la abierta militancia de Siqueiros en el PC mexicano y su oposición al golpe que desconoció al gobierno popular del general Obregón lo llevaron primero a romper lanzas ideológicas con las otras dos patas del triunvirato muralista, y luego a abandonar la pintura por un lapso de cinco años para sumergirse de lleno en las actividades sindicales. Así fue como llegó hasta Uruguay en 1929, donde conoce a Blanca Luz Brum, hija de una acomodada familia de Montevideo y con la que vuelve a México, no sin antes casarse durante una escala en Los Angeles.
En el DF, se instalan en la casa de Diego Rivera y Frida Kahlo, donde la amistad entre maestro y discípulo termina de resquebrajarse al ritmo de las discusiones sobre el destino del trotskismo dentro de la Revolución Rusa. Un año después, el crac en Wall Street derrumba la economía mexicana y Siqueiros, sumado a lo que los medios neoyorquinos denominaban “el descontento popular”, se gana una temporada en la cárcel, donde, después de cinco años sin pintar, pergeña su Madre Proletaria. En 1931, sale en libertad con la condición de que también salga de México. Así llegó a Los Angeles. Casi enseguida se convirtió en el fetiche de las galerías hollywoodenses y, mientras pintaba murales en las casas de Josef von Sternberg, Katharine Hepburn y Marlene Dietrich, daba clases en el por entonces celebrado Chouinard Art School. A mediados del ‘32, el galerista F. K. Ferencz le encargó un mural que representara “un tema del trópico americano” para la fachada del Plaza Art Center. Siqueiros convocó a los mismos alumnos con los que ya había trabajado en el mural Street Meeting –por cuyas filas pasó el todavía ignoto Jackson Pollock–, sin dignarse mostrarles el diseño completo de la obra. Lo único que sabían era que Siqueiros no tenía la menor intención de pintar “un montón de tipos rodeados de palmeras y loros, donde la fruta cae sola en la boca de los felices mortales”. La última noche despachó a todos y se quedó solo trabajando. El 9 de octubre –advertidos quizá por la noticia de último momento que hizo correr el crítico de arte que pasaba por ahí–, la inauguración convocó más autoridades de las que se esperaban y se desató el escándalo: el mural mostraba la imagen de un aborigen crucificado al pie de una pirámide azteca; en la punta de la cruz se apoyaba un águila calcada del escudo norteamericano. El alcalde de Los Angeles y las asociaciones civiles reclamaron “mantener el arte mexicano dentro de los barrios latinos” y el galerista Ferencz fue obligado a tapar con pintura blanca el mural, como ya se habían ocupado de hacer con Street Meeting. Poco después, Siqueiros se enteró de que no pensaban renovarle la visa y aceptó una invitación a dar unas charlas en la Argentina, sin sospechar que terminaría pintando aquí otro mural que no sólo sería cubierto de cal sino frotado con ácido, cortado en siete partes y encerrado en cinco containers diseminados por Buenos Aires.
Ésta es la historia de ese mural. Invitado por Victoria Ocampo para dar tres conferencias en la Sociedad Amigos del Arte, Siqueiros llegó a Buenos Aires a principios de 1933, y en las primeras dos charlas se las ingenió para irritar a la intelligentzia porteña, exhortando a los artistas vernáculos a “sacar la obra de arte de las sacristías aristocráticas y llevarla a la calle, para que despierte y provoque, para libertar a la pintura de la escolástica seca, del academicismo y del cerebralismo solitario del artepurismo, para llevarla a la tremenda realidad social, que nos circunda y ya nos hiere de frente”. No hubo tercera conferencia y el escándalo dividió bandos en una modesta conmoción mediática. Crítica había sido el diario más atento a la visita de la tercera pata del movimiento artístico que mayor carga política había disparado en lo que iba del siglo, publicando incluso una prolija síntesis de los principios fundamentales del muralismo, empezando por la célebre declaración: “Vamos a producir arte en los muros más visibles, en los lugares estratégicos”. Crítica era un monstruo periodístico fundado en 1915 por un uruguayo de 25 años llamado Natalio Botana: para el ‘30, el diario se había convertido en la usina periodística más importante del mundo de habla hispana, con una redacción a la que llegaban colaboraciones de Jack Dempsey, George Bernard Shaw y Albert Einstein, en cuyas páginas se publicaban las entregas de lo que terminaría conformando la Historia universal de la infamia de Borges y donde un periodista completamente desconocido se ganó el puesto de redactor al contestarle a Botana, quien le había encargado a manera de prueba una nota sobre Dios, si el artículo en cuestión “tenía que ser a favor o en contra”. Botana era el hombre detrás y al frente de todo eso: se dice que él mismo se encargaba de abastecer a la tropa con cocaína, que apoyó el golpe de Uriburu y exigió a Justo la restitución democrática, que era el tipo con el que había que sentarse a negociar, una versión menos ordinaria del norteamericano Rudolph Hearst, el capanga multimediático que inspiraría y destruiría a Orson Welles después del estreno de Citizen Kane de 1941. Botana era el mandamás de dos de los tres medios de difusión masiva de la época: no sólo dirigía y poseía el diario más vendido de Latinoamérica, sino que también era el dueño de los Estudios Baires, cuna de “la época de oro del cine argentino”. Durante años, Baires funcionó en la “Villa Los Granados”, 18 hectáreas en Don Torcuato con una casona de 1300 metros cuadrados construida durante la década del 20, a imagen y semejanza de la arquitectura colonial, cerámica sevillana y decoración de origen árabe que había fascinado a Botana durante un viaje por España. La casa era un repertorio de lugares comunes del nuevorriquismo: arañas de setenta velas en techos saturados de volutas; un sistema de micrófonos y parlantes que conectaba la pajarera del jardín con la cabecera de la cama del dueño de casa a manera de despertador; estufas, chimeneas, patios y puentes de estilos incompatibles, procedentes de caudalosas importaciones supervisadas por el propio Botana con el mismo cuidado que ponía en organizar fiestas de dimensiones báquicas, en una de las cuales orquestó el encuentro entre el hijo de Mussolini y el fundador del PC argentino Victorio Codovilla (quien, viejo compadre del Duce en el paese antes de partir a Sudamérica, dijo: “Por favor, no hablemos de Mussolini; pero por favor, hablemos de Benito”). Cuando Siqueiros quedó varado en Buenos Aires en 1933, el matrimonio de Botana con Salvadora Medina Onrubia –vidente, parapsicóloga, escritora, pintora y adicta a las novelas policiales y los manuales espiritistas– se iba a pique: en enero de 1928 Salvadora le confesó al primer hijo del matrimonio que en rigor de verdad no era hijo de Botana. Helvio, otro de los hijos, escribió en sus memorias: “Aquel entrañable hermano Pitón, riéndose nerviosamente, abrazó a mi otro hermano y a mí con esa fuerza constrictora que le dio sobrenombre, nos besó en la frente y se pegó un tiro”. Salvadora se volvió morfinómana de manera casi instantánea y Botana decidió internarla en Alemania, donde la trataron con éter, una sustancia que según los médicos de entonces nadie tolera más de seis meses. Para el ‘33, Salvadora vivía recluida en una cabaña construida en el jardín de Los Granados, adicta al éter que moriría respirando a los ochenta años.
En medio de la polémica desatada por las dos charlas de Siqueiros, Botana le ofreció al muralista casa y comida a cambio de que se abocara tiempo completo a pintar su primer mural de interior en el sótano de aquella casona. Sin pensarlo demasiado –y sin demasiadas opciones–, Siqueiros aceptó pintar “en una lejana y aislada residencia privada, y en el más recóndito lugar de esa residencia, una obra que no posee ideología revolucionaria y que carece de beligerancia política, ya que en ese ámbito no cabía tal cosa. Sólo era ahí posible por causas demagógicas, inaceptables para nosotros. La plástica de lucha proletaria se realiza en la calle (...) Ese mural es un fruto forzoso de nuestra condición de productores asalariados”. Para trabajar en el sótano de 200 metros cuadrados y techo abovedado que pensaba pintar íntegro, Siqueiros convocó –como había hecho para sus murales de Los Angeles– a una troupe de artistas noveles: Berni, Castagnino, Spilimbergo y el uruguayo Lázaro (algunos de los cuales más tarde pintarían los frescos de las Galerías Pacífico). La idea original y respetada hasta la última pincelada fue la de crear “una visión algo etílica, como la de estar parado en el centro de una burbuja transparente en el fondo del mar”, que –según la noción de “plástica en movimiento” postulada por Siqueiros en el folleto Ejercicio plástico, escrito a propósito de este trabajo– se tradujo en una serie de cuerpos de mujer desnudos que se deforman y se fusionan a lo largo y ancho de las paredes, el techo y el piso. La musa para todas las figuras fue la misma: Blanca Luz Brum, la esposa de Siqueiros, que aparentemente posaba desnuda dentro de un cubo transparente mientras la fotografiaban para después proyectar esas imágenes en las paredes como bocetos. Años después, Siqueiros explicó que “los trabajos en Los Angeles me ayudaron a descubrir la aplicación de la tecnología moderna al muralismo, lo que modificó todos mis métodos”. Siqueiros y su troupe experimentaron por primera vez con pinturas sintéticas –piroxilina y silicato– y pistolas de aire, volviendo el mural prácticamente indeleble. Tres meses después de terminar la obra, Siqueiros es gentilmente invitado a dejar la Argentina por participar en actividades sindicales. Con la entrada a México todavía prohibida, parte rumbo a España para enrolarse en el ejército republicano. Solo. Blanca Luz Brum se quedó en Buenos Aires. Teniendo en cuenta las declaraciones posteriores de Siqueiros (según las cuales “la figura cornúpeta” del mural era él mismo), Botana habría sido el tercero en discordia dentro de un matrimonio que no volvió a verse nunca más. Dentro de la nutrida variedad de anécdotas y rumores que terminan de cincelar la leyenda alrededor de Botana, el ejercicio casi artístico de la extorsión se roba buena parte de las escenas, al punto de sospecharse que el edificio de Crítica en la Avenida de Mayo se habría construido con los fondos aportados por esas extorsiones. Entre las nunca comprobadas, la más célebre es la de los fósforos Ranchera: al parecer, Botana estaba jugando al truco y le pidió a un colaborador que contara los fósforos en cada una de las cajas que tenían; como ninguna resultó tener los noventa anunciados en la caja, Botana calculó la defraudación anual y se la cobró a Compañía Sudamericana de Fósforos a cambio de no publicar el asunto en el diario. Otra extorsión menos conocida se suscitó a partir de la película Una novia en apuros, una de las primeras producidas por los Estudios Baires y filmadas en Los Granados, que incluía una invalorable secuencia en la que una novata Eva Duarte salía prácticamente desnuda de una bañadera de cerámica sevillana. Botana pensaba convertir esos fotogramas en un elemento desequilibrante de su batalla contra un ignoto pero ascendente militar de apellido Perón. No se sabe si llegó a hacerlo: en 1941, cuando tenía 53 años, Botana partió a Jujuy a recorrer las Lagunas del Yala acompañado por el gobernador, buscando un campo que pensaba convertir a lo Hearst en un muestrario perfecto de la flora y fauna mundial. El Rolls Royce en que viajaban se desbarrancó y ambos murieron. El imperio quedó irremediablemente debilitado, al punto de ser sólo cuestión de tiempo para que Perón expropiara el diario en el ‘51 y ordenara la destrucción del negativo original de Una novia en apuros. T res años antes, en 1948, se habían loteado y rematado las dieciocho hectáreas de Los Granados. El lote que incluía el caserón fue comprado por Alvaro Alsogaray junto a otros tres socios como negocio inmobiliario, sin considerar en ningún momento el mural como un valor agregado. Aparentemente, los Alsogaray postergaron el negocio y terminaron instalándose una temporada allí. Cuando la señora Alsogaray descubrió las obscenidades albergadas en el sótano mandó a rociar el mural con ácido, dispuesta a mantener alejada a su hija María Julia de tamaña lujuria. Ante la inusual resistencia de la técnica siqueiriana, la nueva señora de la casa cortó por lo sano: tapó el mural con cal y cerró el sótano con llave. Los Alsogaray terminaron concretando su negocio inmobiliario a fines de los años 50: vendieron la casa a la familia Vadell, por entonces responsables de una de las escribanías más conocidas de Buenos Aires. Los nuevos propietarios contrataron a Juan Carlos Castagnino –uno de los miembros de la troupe de Siqueiros– para restaurar el mural, tarea que consistió básicamente en remover la cal. En 1986, José Pirillo –por entonces dueño de La Razón– le ofreció a los Vadell 200 mil dólares por la casa, donde pensaba montar un nuevo estudio de cine, siguiendo el modelo de Botana. Por más Siqueiros que fuera, el mural seguía siendo considerado una mera rareza: por la aparente imposibilidad de ser sacado del sótano, nunca fue tasado y sumado al precio de la casa. Los Vadell vendieron. Pero a pesar de los 80 mil dólares anticipados en efectivo, Pirillo sólo llegó a pagar dos de las seis cuotas antes de presentar la quiebra y desatar un monumental juicio hipotecario. Dos años más tarde, después de descubrir el mural en las páginas del libro Mexican Muralism (publicado por Putman’s & Sons en Nueva York en 1951) y de enterarse de que el Instituto Getty había recuperado íntegros los dos murales pintados por Siqueiros en Los Angeles, un grupo de socios crea Seville S.A. y compra el lote de la casa con una sola idea en la mira: limpiar el sótano –que durante años había servido de refugio a parejas y vagabundos–, desmantelar el mural y convertirlo en una muestra itinerante. Para tal fin se contrató a Restauro –la empresa mexicana que restauraría las Galerías Pacífico– y al estudio de ingeniería Fontán Balestra y Del Carril. La recuperación del mural demandó quince meses y puso en funcionamiento un despliegue de técnicas hasta entonces nunca experimentadas, mediante las cuales se cavó alrededor del sótano, se redujo el espesor de las paredes de 60 a 2 centímetros, y se lo cortó en siete partes: el mínimo en que se lo podía dividir para guardarlo en los cinco containers especialmente acondicionados. En el íntern, los socios de la empresa viajaron a la isla Robinson Crusoe, en pleno archipiélago Juan Fernández del Pacífico, donde Blanca Luz Brum había terminado poniendo una posada después de que Siqueiros partiera a la Guerra Civil Española y ella diera por terminado el supuesto affaire con Botana. En la isla, se reunieron con Beche Blum, hija y heredera de Blanca, y ella les vendió todas las cartas, bocetos, dibujos y demás papeles de Siqueiros que la dama uruguaya había acarreado a su exilio voluntario. Cuando todo esto sale a la luz, se arma un modesto revuelo mediático: en 1991 Menem estuvo a punto de firmar un decreto que declaraba al mural “de valor histórico cultural”; el diputado platense Jorge Derkos denunció que lo estaban cortando en partes símil Muro de Berlín para venderlas en San Telmo y después amplió su denuncia, afirmando que en realidad ya había sido vendido al gobierno mexicano (donde, según decía, el mural pasaría legal y automáticamente a ser propiedad del Estado); y el entonces subdirector de Cultura de la Nación, Jorge Schroeder Olivera, explicaba como podía que no era tan fácil montar una muestra itinerante, porque “hasta ahora, el mural no está registrado oficialmente (en la Comisión Nacional de Museos) por lo cual se hace muy difícil, sino imposible, realizar un control de sus movimientos”. Con el asunto demorado, y casi ahorcada por las deudas, Seville vende en 1994 el mural a la empresa Dencanor S.A. por 820 mil dólares. Dos años después, Seville pidió la quiebra y –hasta donde se sabe, ya que todo el asunto se convierte en una madeja judicial de la que los abogados de las partes poco y nada dicen, amparados en el secreto de sumario–, los acreedores de Seville consiguieron medidas cautelares sobre las partes del mural que todavía no habían sido entregadas a Dencanor. Unos reclaman que el mural es la única forma de cobrarse las deudas. Los otros argumentan que compraron el mural y que desde hace seis años están perdiendo fortunas y rechazando invitaciones de Berlín, Nueva York, París y una del Museo Nacional de Arte de México a propósito del centenario del nacimiento de Siqueiros. Unos tienen la mitad del mural y los otros tienen la otra mitad. Para sacarle una foto a cualquiera de los cinco containers diseminados por Buenos Aires, se necesita una inconseguible autorización judicial. Hay tantas versiones como abogados, aunque casi todas se tocan en el mismo punto: si bien Siqueiros repitió hasta el cansancio que este mural había sido pintado sin bocetos anteriores, Chiche Gelblung tiene colgado en el living de su casa, y firmado por el autor, el único boceto que existe (Gelblung dice haberlo heredado de su abuelo, un veterano del PC en los tiempos de la visita de Siqueiros). Ésa es la historia del mural.
Radar agradece la invalorable colaboración de Marina Macome en la producción de esta nota.
Foto de tapa: Image Bank .
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lunes, 13 de noviembre de 2017
Memorias del subsuelo
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