domingo, 8 de septiembre de 2024

TULIPANES

Los tulipanes son demasiado entusiastas, acá es invierno.
Vean qué blanco todo, qué tranquilo, qué nevado.
Aprendo a estar en paz, acostada sola, en silencio
como la luz se acuesta en estas paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie. Nada tengo que ver con explosiones.
Les di mi nombre y mi ropa de calle a las enfermeras
y mi historia al anestesista y mi cuerpo a los cirujanos.

Apoyaron mi cabeza entre la almohada y el doblez de la sábana,
como un ojo entre dos párpados blancos que no se quieren cerrar.
Pupila estúpida, tiene que absorberlo todo.
Las enfermeras pasan y pasan, no molestan,
a la manera de las gaviotas que van tierra adentro con sus cofias blancas,
haciendo cosas con las manos, una igual a la otra,
así que es imposible saber cuántas son.

Para ellas mi cuerpo es una piedrita, lo cuidan como el agua
cuida a las piedritas que debe arrollar, alisándolas con suavidad.
Me traen sopor en sus agujas brillantes, me traen el sueño.
Ahora me he perdido, estoy harta de equipaje:
mi valijita de charol, como un pastillero negro,
mi marido y mi hija que sonríen en la foto familiar;
sus sonrisas se clavan en mi piel, pequeños anzuelos sonrientes.

He dejado que se me escapen las cosas, como un carguero de treinta años,
tercamente aferrada a mi nombre y dirección.
Me han limpiado de todas mis referencias más preciadas,
asustada y desnuda en la camilla tapizada de plástico verde
vi cómo mi juego de té, mi armario de ropa blanca, mis libros
desaparecían de mi vista. Y el agua me cubrió la cabeza.
Soy una monja ahora, nunca fui tan pura.

No quería ninguna flor, solo quería
yacer mostrando las palmas de las manos, y estar completamente vacía.
Cuánta libertad, una no tiene idea cuánta.
La tranquilidad es tan grande que encandila.
Y no pide nada, el nombre en una etiqueta, algunas chucherías.
A esa tranquilidad se aferran los muertos, finalmente. Los imagino
cerrando la boca sobre ella, como si fuera una hostia.

En primer lugar, los tulipanes son demasiado rojos, me lastiman.
Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar
levemente, a través de su envoltorio blanco, como un bebé terrible.
Su rojo le habla a mi herida, se corresponden.
Son sutiles: parecen flotar, aunque me hunden,
alterándome con sus súbitas lenguas y su color,
una docena de pesas rojas que me rodea el cuello.

Nadie me vigilaba, ahora me vigilan.
Los tulipanes se vuelven hacia mí, y la ventana a mis espaldas
donde una vez al día la luz lentamente se ensancha y adelgaza,
y me veo, chata, ridícula, una sombra recortada de papel
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
y no tengo cara, he querido eclipsarme.
Los vívidos tulipanes se devoran mi oxígeno.

Antes de que llegaran el aire estaba suficientemente tranquilo,
yendo y viniendo, con cada respiración, sin ningún alboroto.
Después los tulipanes lo colmaron como un ruido estridente.
Ahora el aire se agita y arremolina alrededor a la manera en que un río
se agita y arremolina alrededor de una máquina hundida enrojecida por el óxido.
Concentran mi atención, que estaba feliz
jugando y descansando sin comprometerme.

También las paredes parecen levantar temperatura.
Los tulipanes deberían estar enjaulados como animales peligrosos,
se abren como la boca de un gran felino africano.
Y soy consciente de mi corazón: abre y cierra
su cuenco de capullos rojos por puro amor a mí.
El agua que pruebo es cálida y salada, como el mar,
y viene de un país tan lejano como la salud.

Sylvia Plath

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