Alejandra Pizarnik perteneció y representó al surrealismo poético y tuvo una vida breve pero intensa. Fue libre, para nada tradicional; decidió ser dueña de su vida y también de su muerte. Su precoz final terminó de convertirla en una de las autoras más importantes de Argentina. La poeta maldita Argentina, dejó una huella imborrable en nuestra literatura y en nuestra cultura.
“He nacido tanto, he doblemente sufrido en la memoria de aquí y de allá”, y así pisó esta vida Flora Pizarik Bromiquier. Nacida en Avellaneda el 29 de abril de 1936 e hija de inmigrantes judíos, de ojos expresivos y melancólicos, sacando el dolor que sintió desde las entrañas, logró forjarse a sí misma como la gran escritora que fue.
En su infancia tuvo problemas para poder hablar, ya que tartamudeaba, tenía asma, acné y hasta tendencia a subir de peso. Problemas que influirían en su personalidad durante toda su vida.
En 1954 tomó cursos de Periodismo, Filosofía y Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires pero nunca los finalizó. Sus fuentes de inspiración vinieron de la mano de Antonio Porchia y los poetas malditos: Arthur Rinbaud y Stéphane Mallarmé. Ellos fueron quienes volcaron al surrealismo.
“La tierra más ajena” (1955) y “La última Inocencia” (1956), fueron obras dedicadas a su psicoanalista León Ostrov. En éstas y casi todas sus obras se ven plasmadas las inquietudes de la escritora. Las más recurrentes eran sus problemas de autoestima, la preocupación constante por el amor y el desamor, y el deseo de irse de este mundo. Siempre dejó entrever que no era una persona que se sintiese parte de esta existencia y así lo sostuvo: “Simplemente no soy de este mundo, habito con frenesí la luna”.
En 1960 decidió mudarse a Francia, la tierra de sus autores preferidos le tiraba más que su Argentina natal. Ese mismo año se instaló en París donde estudió historia de la religión y literatura francesa en La Sorbona y conoció a uno de sus más entrañables amigos: Julio Cortázar. Ambos compartían la pasión por Jannis Joplin, Lautreámont y Erzsébet Báthory.
En París trabajó en la revista Cuadernos, realizó traducciones, críticas y publicaciones de numerosos poemas pero su situación económica no fue la mejor. En esa época vivió en una habitación pequeña que olía a cigarrillos mal apagados, pero como siempre sus momentos más oscuros fueron los que la propulsaron a inspirarse y en ese momento escribió: “Árbol de Diana”, prologado por otro gran amigo: Octavio Paz.
En 1964 retornó a Argentina con un aire de libertad que la distinguía del resto porque en Francia había logrado un gran reconocimiento y fue el lugar donde más a gusto se sintió. En ese mismo momento publicó algunas de sus obras más importantes tales como Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) o El infierno musical (1971).
Con el correr del tiempo fue sumergiéndose en una profunda depresión, haciéndose adicta a los barbitúricos y a los calmantes con los que el 25 de septiembre de 1972 se provocó la muerte tras la ingesta de 50 comprimidos de un barbitúrico; luego de obtener un permiso para salir de un hospital psiquiátrico de Buenos Aires donde se encontraba internada. Sus amigos no podían creer la decisión que había tomado. Bicho, como la llamaba cariñosamente Cortázar, se había ido de este mundo.
Se dice que el amor más grande que sintió fue por Silvina Ocampo (a quien le dedicó innumerables poemas y cartas desesperadas) :“No puedo ser tamaña supliciada”, “no hagas que tenga que morir ya”; pero la esposa de su amigo Adolfo Bioy Casares no pudo corresponderle por las presiones familiares. Su vuelta a Argentina terminó de marcar la decisión de suicidarse. La falta de reconocimiento a sus últimas obras, la adicción a las pastillas y su amor no correspondido la marcaron para llegar a ese desenlace.
Tras el golpe militar de 1976, sus escritos fueron sacados del país, custodiados por Julio Cortázar y su mujer en París y finalmente llevados a la Universidad de Princeton de Estados Unidos. Aurora Bernárdez se contactó con su familia quien decidió que la obra debía llevarse a Princeton. Con el retorno de la democracia su obra pudo ser reconocida con absoluta libertad la misma con la que ella vivió y terminó su vida.
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