viernes, 30 de mayo de 2025

El hombre que nunca fue visto.-

Se mira al espejo y vuelve a girar la cara. No por vanidad, ni por descuido, sino porque no soporta lo que ve. En su reflejo no hay juventud, ni belleza, ni esa chispa que despierta sonrisas. En su reflejo solo hay él, un hombre al que el mundo ha aprendido a ignorar.  

Sale a la calle y nota el mismo ritual de siempre. Un gesto de indiferencia, una mirada rápida, una conversación interrumpida cuando se acerca demasiado. Nadie lo rechaza abiertamente, claro, sería demasiado evidente. Pero él lo sabe. Lo siente. En cada silencio, en cada pausa incómoda, en cada noche en la que el teléfono nunca suena.  

No quiere riqueza, ni lujos, ni aplausos. Solo quiere amor, un amor que lo vea más allá de la piel, más allá de lo que los ojos juzgan. Quiere ofrecer caricias, palabras, detalles sin motivo. Quiere ser el que abrace sin esperar, el que cuente historias a la luz de una lámpara gastada.  

Pero el amor nunca llegó. Y cuando quiso buscarlo, tampoco lo encontró. Y así, con el tiempo, el deseo se convirtió en resignación, y la resignación en una rutina que siempre le sabe igual: trabajar, caminar solo, sentarse en el bar con el café que ya ni disfruta.  

El café… Ese pequeño ritual diario que a otros les trae consuelo, pero a él solo le recuerda lo que falta. Sabe exactamente cómo se mueve el humo al ascender, cómo el líquido caliente le quema la lengua si no espera lo suficiente, cómo el aroma le envuelve por un instante antes de desaparecer en el aire. Y sabe que, aunque se siente en la misma mesa cada día, nadie nota su presencia. Nadie le pregunta cómo está, nadie le espera, nadie le extraña.  

"Ojalá fuéramos ciegos", murmura para sí mismo. Quizás entonces sabría lo que es el amor.  

Pero sabe que eso no va a ocurrir. Nadie será ciego, y él nunca será visto.  

Recuerda aquellas noches en las que fantaseaba con una vida distinta, con una mujer que no mirara su piel, sino su alma. Alguien que riera con él, que le hablara con dulzura, que quisiera conocer sus pensamientos. Se imaginó entregándole libros, contándole historias, escuchando sus sueños, caminando juntos bajo la lluvia sin importar el frío. Pero eso era un mundo que solo existía en su mente.  

Si alguna vez la encontrara, le ofrecería mucho más que palabras vacías.  

Ofrecería su inteligencia, su capacidad de razonar, de comprender, de explorar el mundo a través de preguntas infinitas. Le daría diálogos que despierten la mente, conversaciones que no se desvanecen con el paso de los días, sino que permanecen y transforman.  

Le entregaría su cultura, los relatos que ha recopilado, las piezas de historia que ha hilado con cuidado, los versos de poetas olvidados que llevan siglos esperando ser leídos. No serían palabras huecas ni erudición arrogante, sino el placer de compartir y construir juntos un universo de significados.  

Ofrecería su filosofía, su forma de mirar la vida, de cuestionar lo que parece inamovible. No impondría dogmas ni certezas absolutas, sino caminos abiertos, reflexiones compartidas, pensamientos que fluyen libres como el viento.  

Le regalaría su humor, porque el amor no solo necesita profundidad, sino también ligereza. Le haría reír con ocurrencias inesperadas, con comentarios perspicaces, con la alegría de quien sabe que en cada risa hay una victoria sobre la tristeza.  

Le brindaría su ciencia, la maravilla de entender cómo funciona el mundo, el cosmos, la naturaleza, la vida misma. Juntos explorarían los misterios del universo, desde lo diminuto hasta lo infinito, sin miedo a la incertidumbre, con el gozo de descubrir.  

Le obsequiaría su presencia, su manera de estar sin invadir, de acompañar sin exigir, de escuchar sin juzgar. Sería un refugio, un espacio seguro, un lugar donde se puede ser sin máscaras, sin imposiciones.  

Le daría su sinceridad, porque la mentira nunca ha sido su aliada. No disfrazaría sus emociones, no crearía ilusiones falsas. Diría lo que piensa con respeto, lo que siente con claridad, sin juegos, sin engaños.  

Y por último, le entregaría su mirada, la única forma de hablar cuando las palabras sobran. Si ella aceptara su amor, no haría falta que dijera nada. Bastaría con que le mirara con ojos de enamorada, con la certeza de que en él ha encontrado algo más valioso que cualquier tesoro: un hombre que, lejos de ser perfecto, es auténtico.  

Pero ella nunca llegó.  

Cada día se hunde más en su propio silencio. No hay escapatoria. No hay alternativa.  

Y mientras toma el último sorbo de café, ha tomado una decisión. El río lo espera.  

Su corazón, lleno de amor, no soporta más el desamor recibido. La tragedia es inevitable.

En su funeral no habrá viuda ni hijos. Se irá en soledad. La misma soledad que injustamente vivió.  

Diogenes Sinope

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