jueves, 19 de marzo de 2020

Adolfo Bioy Casares, Cavar un foso

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Cavar un foso (1962)
El lado de la sombra
(Buenos Aires: Emecé, 1962, 192 págs.)


      Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
       Su mujer, acodada al mostrador, sin levantar la voz dijo:
       —¡Qué silencio! Ya no oímos el mar. El hombre observó:
       —Nunca cerramos, Julia. Si viene un cliente, la hostería cerrada le llamará la atención.
       —¿Otro cliente, y a media noche? —protestó Julia—. ¿Estás loco? Si vinieran tantos clientes no estaríamos en este apuro. Apaga la araña del centro.
       Obedeció el hombre; el salón quedó en tinieblas, apenas iluminado por una lámpara, sobre el mostrador.
       —Como quieras —dijo Arévalo, dejándose caer en una silla, junto a una de las mesas con mantel a cuadros—, pero no sé por qué no habrá otra salida.
       Eran bien parecidos, tan jóvenes que nadie los hubiera tomado por los dueños. Julia, una muchacha rubia, de pelo corto, se deslizó hasta la mesa, apoyó las manos en ella y, mirándolo de frente, de arriba, le contestó en voz baja, pero firme:
       —No hay.
       —No sé —protestó Arévalo—. Fuimos felices, aunque no ganamos plata.
       —No grites —ordenó Julia.
       Extendió una mano y miró hacia la escalera, escuchando.
       —Todavía anda por el cuarto —exclamó—. Tarda en acostarse. No se dormirá nunca.
       —Me pregunto —continuó Arévalo— si cuando tengamos eso en la conciencia podremos de nuevo ser felices.
       Dos años antes, en una pensión de Necochea, donde veraneaban —ella con sus padres, él solo—, se habían conocido. Desearon casarse, no volver a la rutina de escritorios de Buenos Aires y soñaron con ser los dueños de una hostería, en algún paraje apartado, sobre los acantilados, frente al mar. Empezando por el casamiento, nada era posible, pues no tenían dinero. Una tarde que paseaban en ómnibus por los acantilados vieron una solitaria casa de ladrillos rojos y techo de pizarra, a un lado del camino, rodeada de pinos, frente al mar, con un letrero casi oculto entre los ligustros:
 IDEAL PARA HOSTERÍA. SE VENDE. Dijeron que aquello parecía un sueño y, realmente, como si hubieran entrado en un sueño, desde ese momento las dificultades desaparecieron. Esa misma noche, en uno de los dos bancos de la vereda, a la puerta de la pensión, conocieron a un benévolo señor a quien refirieron sus descabellados proyectos. El señor conocía a otro señor, dispuesto a prestar dinero en hipoteca, si los muchachos le reconocían parte de las ganancias. En resumen, se casaron, abrieron la hostería, luego, eso sí, de borrar de la insignia las palabras «El Candil» y de escribir el nombre nuevo: «La Soñada».
       Hay quienes pretenden que tales cambios de nombre traen mala suerte, pero la verdad es que el lugar quedaba a trasmano, estaba quizá mejor elegido para una hostería de novela —como la imaginada por estos muchachos— que para recibir parroquianos. Julia y Arévalo advirtieron por fin que nunca juntarían dinero para pagar, además de los impuestos, la deuda al prestamista, que los intereses vertiginosamente aumentaban. Con la espléndida vehemencia de la juventud rechazaban la idea de perder La Soñada y de volver a Buenos Aires, cada uno al brete de su oficina. Porque todo había salido bien, que ahora saliera mal les parecía un ensañamiento del destino. Día a día estaban más pobres, más enamorados, más contentos de vivir en aquel lugar, más temerosos de perderlo, hasta que llegó, como un ángel disfrazado, mandado por el cielo para probarlos, o como un médico prodigioso, con la panacea infalible en la maleta, la señora que en el piso alto se desvestía, junto a la vaporosa bañadera donde caía a borbotones el agua caliente.
       Un rato antes, en el solitario salón, cara a cara, en una de las mesitas que en vano esperaban a los parroquianos, examinaron los libros y se hundieron en una conversación desalentadora.
       —Por más que demos vuelta los papeles —había dicho Arévalo, que se cansaba pronto— no vamos a encontrar plata. La fecha de pago se viene encima.
       —No hay que darse por vencido —había replicado Julia.
       —No es cuestión de darse por vencido, pero tampoco de imaginar que hablando haremos milagros. ¿Qué solución queda? ¿Carlitas de propaganda a Necochea y a Miramar? Las últimas nos costaron sus buenos pesos. ¿Con qué resultado? El grupo de señoras que vino una tarde a tomar el té y nos discutió la adición.
       —¿Tu solución es darse por vencido y volver a Buenos Aires?
       —En cualquier parte seremos felices.
       Julia le dijo que «las frases la enfermaban»; que en Buenos Aires ninguna tarde, salvo en los fines de semana, estarían juntos; que en tales condiciones no sabía por qué serían felices, y que además, en la oficina donde él trabajaría, seguramente habría mujeres.
       —A la larga te gustará la menos fea —concluyó.
       —Qué falta de confianza —dijo él.
       —¿Falta de confianza? Todo lo contrario. Un hombre y una mujer que pasan los días bajo el mismo techo, acaban en la misma cama. Cerrando con fastidio un cuaderno negro, Arévalo respondió:
       —Yo no quiero volver, ¿qué más quiero que vivir aquí?, pero si no aparece un ángel con una valija llena de plata…
       —¿Qué es eso? —preguntó Julia.
       Dos luces amarillas y paralelas vertiginosamente cruzaron el salón. Luego se oyó el motor de un automóvil y muy pronto apareció una señora, que llevaba el chambergo desbordado por mechones grises, la capa de viaje algo ladeada y, bien empuñada en la mano derecha, una valija. Los miró, sonrió, como si los conociera.
       —¿Tienen un cuarto? —inquirió—. ¿Pueden alquilarme un cuarto? Por la noche, nomás. Comer no quiero, pero un cuarto para dormir y si fuera posible un baño bien calentito…
       Porque le dijeron que sí, la señora, embelesada, repetía:
       —Gracias, gracias.
       Por último emprendió una explicación, con palabra fácil, con nerviosidad, con ese tono un poco irreal que adoptan las señoras ricas en las reuniones mundanas.
       —A la salida de no sé qué pueblo —dijo— me desorienté. Doblé a la izquierda, estoy segura, cuando tenía que doblar a la derecha, estoy segura. Aquí me tienen ahora, cerca de Miramar ¿no es verdad?, cuando me esperan en el hotel de Necochea. Pero ¿quieren que les diga una cosa? Estoy contenta, porque los veo tan jóvenes y tan lindos (sí, tan lindos, puedo decirlo, porque soy una vieja) que me inspiran confianza. Para tranquilizarme del todo quiero contarles cuanto antes un secreto: tuve miedo, porque era de noche y yo andaba perdida, con un montón de plata en la valija, y hoy en día la matan a uno de lo más barato. Mañana a la hora del almuerzo quiero estar en Necochea. ¿Ustedes creen que llego a tiempo? Porque a las tres de la tarde sacan a remate una casa, la casa que quiero comprar, desde que la vi, sobre el camino de la costa, en lo alto, con vista al mar, un sueño, el sueño de mi vida.
       —Yo acompaño arriba a la señora, a su cuarto —dijo Julia—. Tú cargas la caldera.
       Pocos minutos después, cuando se encontraron en el salón, de nuevo solos, Arévalo comentó:
       —Ojalá que mañana compre la casa. Pobre vieja, tiene los mismos gustos que nosotros.
       —Te prevengo que no voy a enternecerme —contestó Julia, y echó a reír—. Cuando llega la gran oportunidad, no hay que perderla.
       —¿Qué oportunidad llegó? —preguntó Arévalo, fingiendo no entender.
       —El ángel de la valija —dijo Julia. Como si de pronto no se conocieran, se miraron gravemente, en silencio. Arriba crujieron los tablones del piso: la señora andaba por el cuarto. Julia prosiguió—: La señora iba a Necochea, se perdió, en este momento podría estar en cualquier parte. Sólo tú y yo sabemos que está aquí.
       —También sabemos que trae una valija llena de plata —convino Arévalo—. Lo dijo ella. ¿Por qué va a engañarnos?
       —Empiezas a entender —murmuró casi tristemente Julia.
       —¿No me pedirás que la mate?
       —Lo mismo dijiste el día que te mandé matar el primer pollo. ¿Cuántos has degollado?
       —Clavar el cuchillo y que mane la sangre de la vieja…
       —Dudo de que distingas la sangre de la vieja de la sangre de un pollo; pero no te preocupes: no habrá sangre. Cuando duerma, con un palo.
       —¿Golpearle la cabeza con un palo? No puedo.
       —¿Cómo no puedo? Que sea en una mesa o en una cabeza, golpear con un palo es golpear con un palo. ¿Dónde, qué te importa? O la señora o nosotros. O la señora sale con la suya…
       —Lo sé, pero no te reconozco. Tanta ferocidad… Sonriendo inopinadamente, Julia sentenció:
       —Una mujer debe defender su hogar.
       —Hoy tienes una ferocidad de loba.
       —Si es necesario lo defenderé como una loba. ¿Entre tus amigos había matrimonios felices? Entre los míos, no. ¿Te digo la verdad? Las circunstancias cuentan. En una ciudad como Buenos Aires, la gente vive irritada, hay tentaciones. La falta de plata empeora las cosas. Aquí tú y yo no corremos peligro, Raúl, porque nunca nos aburrimos de estar juntos. ¿Te explico el plan?
       Bramó el motor de un automóvil por el camino. Arriba trajinaba la señora.
       —No —dijo Arévalo—. No quiero imaginar nada. Si no, tengo lástima y no puedo… Tú das órdenes, yo las cumplo.
       —Bueno. Cierra todo, la puerta, las ventanas, las persianas.
       Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
       Hablaron del silencio que de repente hubo en la casa, del riesgo de que llegara un parroquiano, de si tenía otra salida la situación, de si podrían ser felices con un crimen en la conciencia.
       —¿Dónde está el rastrillo? —preguntó Julia.
       —En el sótano, con las herramientas.
       —Vamos al sótano. Damos tiempo a la señora para que se duerma y tú ejerces tu habilidad de carpintero. A ver, fabrica un mango de rastrillo, aunque no sea tan largo como el otro.
       Como un artesano aplicado, Arévalo obedeció. Preguntó al rato:
       —Y esto ¿para qué es?
       —No preguntes nada, si no quieres imaginar nada. Ahora clavas en la punta una madera transversal, más ancha que la parte de fierro del rastrillo.
       Mientras Raúl Arévalo trabajaba, Julia revolvía entre la leña y alimentaba la caldera.
       —La señora ya se bañó —dijo Arévalo.
       Empuñando un trozo de leña como una maza, Julia contestó:
       —No importa. No seas avaro. Ahora somos ricos. Quiero tener agua caliente. —Después de una pausa, anunció—: Por un minuto nomás te dejo. Voy a mi cuarto y vuelvo. No te escapes.
       Diríase que Arévalo se aplicó a la obra con más afán aún. Su mujer volvió con un par de guantes de cuero y con un frasco de alcohol.
       —¿Por qué nunca te compraste guantes? —preguntó distraídamente; dejó la botella a la entrada de la leñera, se puso los guantes y, sin esperar respuesta, continuó—: Un par de guantes, créeme, siempre es útil. ¿Ya está el rastrillo nuevo? Vamos arriba, tú llevas uno y yo el otro. Ah, me olvidaba de este pedazo de leña.
       Alzó el leño que parecía una maza. Volvieron al salón. Dejaron los rastrillos contra la puerta. Detrás del mostrador, Julia recogió una bandeja de metal, una copa y una jarra. Llenó la jarra con agua.
       —Por si despierta, porque a su edad tienen el sueño muy liviano (si no lo tienen pesado, como los niños), yo voy delante, con la bandeja. Cubierto por mí, tú me sigues, con esto.
       Indicó el leño, sobre una mesa. Como el hombre vacilara, Julia tomó el leño y se lo dio en la mano.
       —¿No valgo un esfuerzo? —preguntó sonriendo.
       Lo besó en la mejilla. Arévalo aventuró:
       —¿Por qué no bebemos algo?
       —Yo quiero tener la cabeza despejada y tú me tienes a mí para animarte.
       —Acabemos cuanto antes —pidió Arévalo.
       —Hay tiempo —respondió Julia. Empezaron a subir la escalera.
       —No haces crujir los escalones —dijo Arévalo—. Yo sí. ¿Por qué soy tan torpe?
       —Mejor que no crujan —afirmó Julia—. Encontrarla despierta sería desagradable.
       —Otro automóvil en el camino. ¿Por qué habrá tantos automóviles esta noche?
       —Siempre pasa algún automóvil.
       —Con tal de que pase. ¿No estará ahí?
       —No, ya se fue —aseguró Julia.
       —¿Y ese ruido? —preguntó Arévalo.
       —Un caño.
       En el pasillo de arriba Julia encendió la luz. Llegaron a la puerta del cuarto. Con extrema delicadeza Julia movió el picaporte y abrió la puerta. Arévalo tenía los ojos fijos en la nuca de su mujer, nada más que en la nuca de su mujer; de pronto ladeó la cabeza y miró el cuarto. Por la puerta así entornada la parte visible correspondía al cuarto vacío, al cuarto de siempre: las cortinas, de cretona, de la ventana, el borde, con molduras, del respaldo de los pies de la cama, el sillón provenzal. Con ademán suave y firme Julia abrió la puerta totalmente. Los ruidos, que hasta ese momento, de manera tan variada se prodigaban, al parecer habían cesado. El silencio era anómalo: se oía un reloj, pero diríase que la pobre mujer de la cama ya no respiraba. Quizá los aguardaba, los veía, contenía la respiración. De espaldas, acostada, era sorprendentemente voluminosa; una mole oscura, curva; más allá, en la penumbra, se adivinaba la cabeza y la almohada. La mujer roncó. Temiendo acaso que Arévalo se apiadara, Julia le apretó un brazo y susurró:
       —Ahora.
       El hombre avanzó entre la cama y la pared, el leño en alto. Con fuerza lo bajó. El golpe arrancó de la señora un quejido sordo, un desgarrado mugido de vaca. Arévalo golpeó de nuevo.
       —Basta —ordenó Julia—. Voy a ver si está muerta. Encendió el velador. Arrodillada, examinó la herida, luego reclinó la cabeza contra el pecho de la señora. Se incorporó.
       —Te portaste —dijo.
       Apoyando las palmas en los hombros de su marido, lo miró de frente, lo atrajo a sí, apenas lo besó. Arévalo inició y reprimió un movimiento de repulsión.
       —Raulito —murmuró aprobativamente Julia. Le quitó de la mano el leño.
       —No tiene astillas —comentó mientras deslizaba por la corteza el dedo enguantado—. Quiero estar segura de que no quedaron astillas en la herida.
       Dejó el leño en la mesa y volvió junto a la señora. Como pensando en voz alta, agregó:
       —Esta herida se va a lavar.
       Con un vago ademán indicó la ropa interior, doblada sobre una silla, el traje colgado de la percha.
       —Dame —dijo.
       Mientras vestía a la muerta, en tono indiferente indicó:
       —Si te desagrada, no mires.
       De un bolsillo sacó un llavero. Después la tomó debajo de los brazos y la arrastró fuera de la cama. Arévalo se adelantó para ayudar.
       —Déjame a mí —lo contuvo Julia—. No la toques. No tienes guantes. No creo mucho en el cuento de las impresiones digitales, pero no quiero disgustos.
       —Eres muy fuerte —dijo Arévalo.
       —Pesa —contestó Julia.
       En realidad, bajo el peso del cadáver los nervios de ellos dos por fin se aflojaron. Como Julia no permitió que la ayudaran, el descenso por la escalera tuvo peripecias de pantomima. Repetidamente retumbaban en los escalones los talones de la muerta.
       —Parece un tambor —dijo Arévalo.
       —Un tambor de circo, anunciando el salto mortal.
       Julia se recostaba contra la baranda, para descansar y reír.
       —Estás muy linda —dijo Arévalo.
       —Un poco de seriedad —pidió ella; se cubrió la cara con las manos—. No sea que nos interrumpan.
       Los ruidos reaparecieron; particularmente el del caño.
       Dejaron el cadáver al pie de la escalera, en el suelo, y subieron. Tras de probar varias llaves, Julia abrió la valija. Puso las dos manos adentro, y las mostró después, cada una agarrando un sobre repleto. Los dio al marido, para que los guardara. Recogió el chambergo de la señora, la valija, el leño.
       —Hay que pensar dónde esconderemos la plata —dijo—. Por un tiempo estará escondida.
       Bajaron. Con ademán burlesco, Julia hundió el chambergo hasta las orejas a la muerta. Corrió al sótano, empapó el leño en alcohol, lo echó al fuego. Volvió al salón.
       —Abre la puerta y asómate afuera —pidió.
       Obedeció Arévalo.
       —No hay nadie —dijo en un susurro.
       De la mano, salieron. Era noche de luna, hacía fresco, se oía el mar. Julia entró de nuevo en la casa; volvió a salir con la valija de la señora; abrió la puerta del automóvil, un cabriolet Packard, anticuado y enorme; echó la valija adentró. Murmuró:
       —Vamos a buscar a la muerta. —En seguida levantó la voz—. Ayúdame. Estoy harta de cargar con ese fardo. Al diablo con las impresiones digitales.
       Apagaron todas las luces de la hostería, cargaron con la señora, la sentaron entre ellos, en el coche, que Julia condujo. Sin encender los faros llegaron a un paraje donde el camino coincidía con el borde a pique de los acantilados, a unos doscientos metros de La Soñada. Cuando Julia detuvo el Packard, la rueda delantera izquierda pendía sobre el vacío. Abrió la portezuela a su marido y ordenó:
       —Bájate.
       —No creas que hay mucho lugar —protestó Arévalo, escurriéndose entre el coche y el abismo.
       Ella bajó a su vez y empujó el cadáver detrás del volante. Pareció que el automóvil se deslizaba.
       —¡Cuidado! —gritó Arévalo.
       Cerró Julia la portezuela, se asomó al vacío, golpeó con el pie en el suelo, vio caer un terrón. En sinuosos dibujos de espuma y sombra el mar, abajo, se movía vertiginosamente.
       —Todavía sube la marea —aseguró—. ¡Un empujón y estamos libres!
       Se prepararon.
       —Cuando diga ahora, empujamos con toda la furia —ordenó ella—. ¡Ahora!
       El Packard se desbarrancó espectacularmente, con algo humano y triste en la caída, y los muchachos quedaron en el suelo, en el pasto, al borde del acantilado, uno en brazos del otro, Julia llorando como si nada fuera a consolarla, sonriendo cuando Arévalo le besaba la cara mojada. Al rato se incorporaron, se asomaron al borde.
       —Ahí está —dijo Arévalo.
       —Sería mejor que el mar se lo llevara, pero si no se lo lleva, no importa.
       Volvieron camino. Con los rastrillos borraron las huellas del automóvil entre el patio de tierra y el pavimento. Antes de que hubieran destruido todos los rastros y puesto en perfecto orden la casa, el nuevo día los sorprendió. Arévalo dijo:
       —Vamos a ver cuánta plata tenemos.
       Sacaron de los sobres los billetes y los contaron.
       —Doscientos siete mil pesos —anunció Julia.
       Comentaron que si la mujer llevaba más de doscientos mil pesos para la seña, estaba dispuesta a pagar más de dos millones por la casa; que en los últimos años el dinero había perdido mucho valor; que esa pérdida los favorecía, porque la suma de la seña les alcanzaba a ellos para pagar la hostería y los intereses del prestamista.
       Con el mejor ánimo, Julia dijo:
       —Por suerte hay agua caliente. Nos bañaremos juntos y tomaremos un buen desayuno.
       La verdad es que por un tiempo no estuvieron tranquilos. Julia predicaba la calma, decía que un día pasado era un día ganado. Ignoraban si el mar había arrastrado el automóvil o si lo había dejado en la playa.
       —¿Quieres que vaya a ver? —preguntó Julia.
       —Ni soñar —contestó Arévalo—. ¿Te das cuenta si nos ven mirando?
       Con impaciencia Arévalo esperaba el paso del ómnibus que dejaba todas las tardes el diario. Al principio ni los diarios ni la radio daban noticias de la desaparición de la señora. Parecía que el episodio hubiera sido un sueño de ellos dos, los asesinos.
       Una noche Arévalo preguntó a su mujer:
       —¿Crees que puedo rezar? Yo quisiera rezar, pedir a un poder sobrenatural que el mar se lleve el automóvil. Estaríamos tan tranquilos. Nadie nos vincularía con esa vieja del demonio.
       —No tengas miedo —contestó Julia—. Lo peor que puede pasarnos es que nos interroguen. No es terrible: toda nuestra vida feliz por un rato en la comisaría. ¿Somos tan flojos que no podemos afrontarlo? No tienen pruebas contra nosotros. ¿Cómo van a achacarnos lo que le pasó a la pobre señora?
       Arévalo pensó en voz alta:
       —Esa noche nos acostamos tarde. No podemos negarlo. Cualquiera que pasó, vio luz.
       —Nos acostamos tarde, pero no oímos la caída del automóvil.
       —No. No oímos nada. Pero ¿qué hicimos?
       —Oímos la radio.
       —Ni siquiera sabemos qué programas transmitieron esa noche.
       —Estuvimos conversando.
       —¿De qué? Si decimos la verdad, les damos el móvil. Estábamos arruinados y nos cae del cielo una vieja cargada de plata.
       —Si todos los que no tienen plata salieran a matar como locos…
       —Ahora no podemos pagar la deuda —dijo Arévalo.
       —Y para no despertar sospechas —continuó sarcásticamente Julia— perdemos la hostería y nos vamos a Buenos Aires, a vivir en la miseria. Por nada del mundo. Si quieres, no pagamos un peso, pero yo me voy a hablar con el prestamista. De algún modo lo convenzo. Le prometo que si nos da un respiro, las cosas van a mejorar y él cobrará todo su dinero. Como sé que tengo el dinero, hablo con seguridad y lo convenzo.
       La radio una mañana, y después los diarios, se ocuparon de la señora desaparecida.
       —«A raíz de una conversación con el comisario Gariboto» —leyó Arévalo— «este corresponsal tiene la impresión de que obran en poder de la policía elementos de juicio que impiden descartar la posibilidad de un hecho delictuoso». ¿Ves? Empiezan con el hecho delictuoso.
       —Es un accidente —afirmó Julia—. A la larga se convencerán. Ahora mismo la policía no descarta la posibilidad de que la señora esté sana y buena, extraviada quién sabe dónde. Por eso no hablan de la plata, para que a nadie se le ocurra darle un palo en la cabeza.
       Era un luminoso día de mayo. Hablaban junto a la ventana, tomando sol.
       —¿Qué serán los elementos de juicio? —interrogó Arévalo.
       —La plata —aseguró Julia—. Nada más que la plata. Alguno habrá ido con el cuento de que la señora viajaba con una enormidad de plata en la valija.
       De pronto Arévalo preguntó:
       —¿Qué hay allá?
       Un numeroso grupo de personas se movía en la parte del camino donde se precipitó el automóvil. Arévalo dijo:
       —Lo descubrieron.
       —Vamos a ver —opinó Julia—. Sería sospechoso que no tuviéramos curiosidad.
       —Yo no voy —respondió Arévalo.
       No pudieron ir. Todo el día en la hostería hubo clientes. Alentado, quizá, por la circunstancia. Arévalo se mostraba interesado, conversador, inquiría sobre lo ocurrido, juzgaba que en algunos puntos el camino se arrimaba demasiado al borde de los acantilados, pero reconocía que la imprudencia era, por desgracia, un mal endémico de los automovilistas. Un poco alarmada, Julia lo observaba con admiración.
       A los bordes del camino se amontonaron automóviles. Luego, Arévalo y Julia creyeron ver en medio del grupo de automóviles y de gente una suerte de animal erguido, un desmesurado insecto. Era una grúa. Alguien dijo que la grúa no trabajaría hasta la mañana, porque ya no había luz. Otro intervino:
       —Adentro del vehículo, un regio Packard del tiempo de la colonia, localizaron hasta dos cadáveres.
       —Como dos tórtolas en el nido, irían a los besos, y de pronto ¡patapún! el Packard se propasa del borde, cae al agua.
       —Lo siento —terció una voz aflautada—, pero el automóvil es Cadillac.
       Un oficial de Policía, acompañado de un señor canoso, de orión encasquetado y gabardina verde, entró en La Soñada. El señor se descubrió para saludar a Julia. Mirándola corno a un cómplice, comentó:
       —Trabajan ¿eh?
       —La gente siempre imagina que uno gana mucho —contestó Julia—. No crea que todos los días son como hoy.
       —Pero no se queja ¿no?
       —No, no me quejo.
       Dirigiéndose al oficial de uniforme, el señor dijo:
       —Si en vez de sacrificarnos por la repartición, montáramos un barcito como éste, a nosotros también otro gallo nos cantara. Paciencia, Matorras. —Más tarde, el señor preguntó a Julia—: ¿Oyeron algo la noche del suceso?
       —¿Cuándo fue el accidente? —preguntó ella.
       —Ha de haber sido el viernes a la noche —dijo el policía de uniforme.
       —¿El viernes a la noche? —repitió Arévalo—. Me parece que no oí nada. No recuerdo.
       —Yo tampoco —añadió Julia.
       En tono de excusa, el señor de gabardina, anunció:
       —Dentro de unos días tal vez los molestemos, para una declaración en la oficina de Miramar.
       —Mientras tanto ¿nos manda un vigilante para atender el mostrador? —preguntó Julia. El señor sonrió.
       —Sería una verdadera imprudencia —dijo—. Con el sueldo que paga la repartición nadie para la olla.
       Esa noche Arévalo y Julia durmieron mal. En cama conversaron de la visita de los policías; de la conducta a seguir en el interrogatorio, si los llamaban; del automóvil con el cadáver, que aún estaba al pie del acantilado. A la madrugada Arévalo habló de un vendaval y tormenta que ya no oían, de las olas que arrastraron el automóvil mar adentro. Antes de acabar la frase comprendió que había dormido y soñado. Ambos rieron.
       La grúa, a la mañana, levantó el automóvil con la muerta. Un parroquiano que pidió anís del Mono, anunció:
       —La van a traer aquí.
       Todo el tiempo la esperaron, hasta que supieron que la habían llevado a Miramar en una ambulancia.
       —Con los modernos gabinetes de investigación —opinó Arévalo— averiguarán que los golpes de la vieja no fueron contra los fierros del automóvil.
       —¿Crees en esas cosas? —preguntó Julia—. El moderno gabinete ha de ser un cuartucho, con un calentador Primus, donde un empleado toma mate. Vamos a ver qué averiguan cuando les presenten la vieja con su buen sancocho en agua de mar.
       Transcurrió una semana, de bastante animación en la hostería. Algunos de los que acudieron la tarde en que se descubrió el automóvil, volvieron en familia, con niños, o de a dos, en parejas. Julia observó:
       —¿Ves que yo tenía razón? La Soñada es un lugar extraordinario. Era una injusticia que nadie viniera. Ahora la conocen y vuelven. Nos va a llegar toda la suerte junta.
       Llegó la citación de la Brigada de Investigaciones.
       —Que me vengan a buscar con los milicos —Arévalo protestó.
       El día fijado se presentaron puntualmente. Primero Julia pasó a declarar. Cuando le tocó su turno, Arévalo estaba un poco nervioso. Detrás de un escritorio lo esperaba el señor de las canas y la gabardina, que los visitó en La Soñada; ahora no tenía gabardina y sonreía con afabilidad. En dos o tres ocasiones Arévalo llevó el pañuelo a los ojos, porque le lloraban. Hacia el final del interrogatorio, se encontró cómodo y seguro, como en una reunión de amigos, pensó (aunque después lo negara) que el señor de la gabardina era todo un caballero. El señor dijo por fin:
       —Muchas gracias. Puede retirarse. Lo felicito —y tras una pausa, agregó en tono probablemente desdeñoso— por la señora.
       De vuelta en la hostería, mientras Julia cocinaba, Arévalo ponía la mesa.
       —Qué compadres inmundos —comentó él—. Disponen de toda la fuerza del gobierno y sueltos de cuerpo lo apabullan al que tiene el infortunio de comparecer. Uno aguanta los insultos con tal de respirar el aire de afuera, no vaya a dar pie a que le aplicen la picana, lo hagan cantar y lo dejen que se pudra adentro. Palabra que si me garanten la impunidad, despacho al de la gabardina.
       —Hablas como un tigre cebado —dijo riendo Julia—. Ya pasó.
       —Ya pasó el mal momento. Quién sabe cuántos parecidos o peores nos reserva el futuro.
       —No creo. Antes de lo que supones, el asunto quedará olvidado.
       —Ojalá que pronto quede olvidado. A veces me pregunto si no tendrán razón los que dicen que todo se paga.
       —¿Todo se paga? Qué tontería. Si no cavilas, todo se arreglará —aseguró Julia.
       Hubo otra citación, otro diálogo con el señor de la gabardina, cumplido sin dificultad y seguido de alivio. Pasaron meses. Arévalo no podía creerlo, tenía razón Julia, el crimen de la señora parecía olvidado. Prudentemente, pidiendo plazos y nuevos plazos, como si estuvieran cortos de dinero, pagaron la deuda. En primavera compraron un viejo sedan Pierce-Arrow. Aunque el carromato gastaba mucha nafta —por eso lo pagaron con pocos pesos— tomaron la costumbre de ir casi diariamente a Miramar, a buscar las provisiones o con otro pretexto. Durante la temporada de verano, partían a eso de las nueve de la mañana y a las diez ya estaban de vuelta, pero en abril, cansados de esperar clientes, también salían a la tarde. Les agradaba el paseo por el camino de la costa.
       Una tarde, en el trayecto de vuelta, vieron por primera vez al hombrecito. Hablando del mar y de la fascinación de mirarlo, iban alegres, abstraídos, como dos enamorados, y de improvisto vieron en otro automóvil al hombrecito que los seguía. Porque reclamaba atención —con un designio oscuro— el intruso los molestó. Arévalo, en el espejo, lo había descubierto: con la expresión un poco impávida, con la cara de hombrecito formal, que pronto aborrecería demasiado; con los paragolpes de su Opel casi tocando el Pierce-Arrow. Al principio lo creyó uno de esos imprudentes que nunca aprenden a manejar. Para evitar que en la primera frenada se le viniera encima, sacó la mano, con repetidos ademanes dio paso, aminoró la marcha; pero también el hombrecito aminoró la marcha y se mantuvo atrás. Arévalo procuró alejarse. Trémulo, el Pierce-Arrow alcanzó una velocidad de cien kilómetros por hora; como el perseguidor disponía de un automovilito moderno, a cien kilómetros por hora siguió igualmente cerca. Arévalo exclamó furioso:
       —¿Qué quiere el degenerado? ¿Por qué no nos deja tranquilos? ¿Me bajo y le rompo el alma?
       —Nosotros —indicó Julia— no queremos trifulcas que acaben en la comisaría.
       Tan olvidado estaba el episodio de la señora, que por poco Arévalo no dice ¿por qué?
       En un momento en que hubo más automóviles en la ruta, hábilmente manejado el Pierce-Arrow se abrió paso y se perdió del inexplicable seguidor. Cuando llegaron a La Soñada habían recuperado el buen ánimo: Julia ponderaba la destreza de Arévalo, éste el poder del viejo automóvil.
       El encuentro del camino fue recordado, en cama, a la noche; Arévalo preguntó qué se propondría el hombrecito.
       —A lo mejor —explicó Julia— a nosotros nos pareció que nos perseguía, pero era un buen señor distraído, paseando en el mejor de los mundos.
       —No —replicó Arévalo—. Era de la policía o era un degenerado. O algo peor.
       —Espero —dijo Julia— que no te pongas a pensar ahora que todo se paga, que ese hombrecito ridículo es una fatalidad, un demonio que nos persigue por lo que hicimos.
       Arévalo miraba inexpresivamente y no contestaba. Su mujer comentó:
       —¡Cómo te conozco!
       Él siguió callado, hasta que dijo en tono de ruego:
       —Tenemos que irnos, Julia, ¿no comprendes? Aquí van a atraparnos. No nos quedemos hasta que nos atrapen —la miró ansiosamente—. Hoy es el hombrecito, mañana surgirá algún otro. ¿No comprendes? Habrá siempre un perseguidor, hasta que perdamos la cabeza, hasta que nos entreguemos. Huyamos. A lo mejor todavía hay tiempo.
       Julia dijo:
       —Cuánta estupidez.
       Le dio la espalda, apagó el velador, se echó a dormir.
       La tarde siguiente, cuando salieron en automóvil, no encontraron al hombrecito; pero la otra tarde, sí. Al emprender el camino de vuelta, por el espejo lo vio Arévalo. Quiso dejarlo atrás, lanzó a toda velocidad el Pierce-Arrow; con mortificación advirtió que el hombrecito no perdía distancia, se mantenía ahí cerca, invariablemente cerca. Arévalo disminuyó la marcha, casi la detuvo, agitó un brazo, mientras gritaba:
       —¡Pase, pase!
       El hombrecito no tuvo más remedio que obedecer. En uno de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado, los pasó. Lo miraron: era calvo, llevaba graves anteojos de carey, tenía las orejas en abanico y un bigotito correcto. Los faros del Pierce-Arrow le iluminaron la calva, las orejas.
       —¿No le darías un palo en la cabeza? —preguntó Julia, riendo.
       —¿Puedes ver el espejo de su coche? —preguntó Arévalo—. Sin disimulo nos espía el cretino.
       Empezó entonces una persecución al revés. El perseguidor iba adelante, aceleraba o disminuía la marcha, según ellos aceleraran o disminuyeran la del Pierce-Arrow.
       —¿Qué se propone? —con desesperación mal contenida preguntó Arévalo.
       —Paremos —contestó Julia—. Tendrá que irse. Arévalo gritó:
       —No faltaría más. ¿Por qué vamos a parar?
       —Para librarnos de él.
       —Así no vamos a librarnos de él.
       —Paremos —insistió Julia.
       Arévalo detuvo el automóvil. Pocos metros delante, el hombrecito detuvo el suyo. Con la voz quebrada, gritó Arévalo:
       —Voy a romperle el alma.
       —No bajes —pidió Julia.
       Él bajó y corrió, pero el perseguidor puso en marcha su automóvil, se alejó sin prisa, desapareció tras un codo del camino.
       —Ahora hay que darle tiempo para que se vaya —dijo Julia.
       —No se va a ir —dijo Arévalo, subiendo al coche.
       —Escapemos por el otro lado.
       —¿Escaparnos? De ninguna manera.
       —Por favor —pidió Julia— esperemos diez minutos. Él mostró el reloj. No hablaron. No habían pasado cinco minutos cuando dijo Arévalo:
       —Basta. Te juro que nos está esperando al otro lado del recodo.
       Tenía razón: al doblar el recodo divisaron el coche detenido. Arévalo aceleró furiosamente.
       —No seas loco —murmuró Julia.
       Como si del miedo de Julia arrancara orgullo y coraje aceleró más. Por velozmente que partiera el Opel no tardarían en alcanzarlo. La ventaja que le llevaban era grande: corrían a más de cien kilómetros. Con exaltación gritó Arévalo:
       —Ahora nosotros perseguimos.
       Lo alcanzaron en otro de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado: justamente donde ellos mismos habían desbarrancado, pocos meses antes, el coche con la señora. Arévalo, en vez de pasar por la izquierda, se acercó al Opel por la derecha; el hombrecito desvió hacia la izquierda, hacia el lado del mar; Arévalo siguió persiguiendo por la derecha, empujando casi el otro coche fuera del camino. Al principio pareció que aquella lucha de voluntades podría ser larga, pero pronto el hombrecito se asustó, cedió, desvió más y Julia y Arévalo vieron el Opel saltar el borde del acantilado y caer al vacío.
       —No pares —ordenó Julia—. No deben sorprendernos aquí.
       —¿Y no averiguar si murió? ¿Preguntarme toda la noche si no vendrá mañana a acusarnos?
       —Lo eliminaste —contestó Julia—. Te diste el gusto. Ahora no pienses más. No tengas miedo. Si aparece, ya veremos. Caramba, finalmente sabremos perder.
       —No voy a pensar más —dijo Arévalo.
       El primer asesinato —porque mataron por lucro, o porque la muerta confió en ellos, o porque los llamó la policía, o porque era el primero— los dejó atribulados. Ahora tenían uno nuevo para olvidar el anterior, y ahora hubo provocación inexplicable, un odioso perseguidor que ponía en peligro la dicha todavía no plenamente recuperada… Después de este segundo asesinato vivieron felices.
       Unos días vivieron felices, hasta el lunes en que apareció, a la hora de la siesta, el parroquiano gordo. Era extraordinariamente voluminoso, de una gordura floja, que amenazaba con derramarse y caerse; tenía los ojos difusos, la tez pálida, la papada descomunal. La silla, la mesa, el cafecito y la caña quemada que pidió, parecían minúsculos. Arévalo comentó:
       —Yo lo he visto en alguna parte. No sé dónde.
       —Si lo hubieras visto, sabrías dónde. De un hombre así nada se olvida —contestó Julia.
       —No se va más —dijo Arévalo.
       —Que no se vaya. Si paga, que se quede el día entero. Se quedó el día entero. Al otro día volvió. Ocupó la misma mesa, pidió caña quemada y café.
       —¿Ves? —preguntó Arévalo.
       —¿Qué? —preguntó Julia.
       —Es el nuevo hombrecito.
       —Con la diferencia… —contestó Julia, y rió.
       —No sé cómo ríes —dijo Arévalo—. Yo no aguanto. Si es policía, mejor saberlo. Si dejamos que venga todas las tardes y que se pase las horas ahí, callado, mirándonos, vamos a acabar con los nervios rotos, y no va a tener más que abrir la trampa y caeremos adentro. Yo no quiero noches en vela, preguntándome qué se propone este nuevo individuo. Yo te dije: siempre habrá uno…
       —A lo mejor no se propone nada. Es un gordo triste… —opinó Julia—. Yo creo que lo mejor es dejar que se pudra en su propia salsa. Ganarle en su propio juego. Si quiere venir todos los días, que venga, pague y listo.
       —Será lo mejor —replicó Arévalo—, pero en ese juego gana el de más aguante, y yo no doy más.
       Llegó la noche. El gordo no se iba. Julia trajo la comida, para ella y para Arévalo. Comieron en el mostrador.
       —¿El señor no va a comer? —con la boca llena, Julia preguntó al gordo.
       Éste respondió:
       —No, gracias.
       —Si por lo menos te fueras —mirándolo, Arévalo suspiró.
       —¿Le hablo? —inquirió Julia—. ¿Le tiro la lengua?
       —Lo malo —repuso Arévalo— es que tal vez no te da conversación, te contesta sí, sí, no, no.
       Dio conversación. Habló del tiempo, demasiado seco para el campo, y de la gente y de sus gustos inexplicables.
       —¿Cómo no han descubierto esta hostería? Es el lugar más lindo de la costa —dijo.
       —Bueno —respondió Arévalo, que desde el mostrador estaba oyendo—, si le gusta la hostería es un amigo. Pida lo que quiera el señor: paga la casa.
       —Ya que insisten —dijo el gordo— tomaré otra caña quemada.
       Después pidió otra. Hacía lo que ellos querían. Jugaban al gato y al ratón. Como si la caña dulce le soltara la lengua, el gordo habló:
       —Un lugar tan lindo y las cosas feas que pasan. Una picardía. Mirando a Julia, Arévalo se encogió de hombros resignadamente.
       —¿Cosas feas? —Julia preguntó enojada.
       —Aquí no digo —reconoció el gordo— pero cerca. En los acantilados. Primero un automóvil, después otro, en el mismo punto, caen al mar, vean ustedes. Por entera casualidad nos enteramos.
       —¿De qué? —preguntó Julia.
       —¿Quiénes? —preguntó Arévalo.
       —Nosotros —dijo el gordo—. Vean ustedes, el señor ese del Opel que se desbarrancó, Trejo de nombre, tuvo una desgracia, años atrás. Una hija suya, una señorita, se ahogó cuando se bañaba en una de las playas de por aquí. Se la llevó el mar y no la devolvió nunca. El hombre era viudo; sin la hija se encontró solo en el mundo. Vino a vivir junto al mar, cerca del paraje donde perdió a la hija, porque le pareció —medio trastornado quedaría, lo entiendo perfectamente— que así estaba más cerca de ella. Este señor Trejo —quizás ustedes lo hayan visto: un señor de baja estatura, delgado, calvo, con bigotito bien recortado y anteojos— era un pan de Dios, pero vivía retraído en su desgracia, no veía a nadie, salvo al doctor Laborde, su vecino, que en alguna ocasión lo atendió y desde entonces lo visitaba todas las noches, después de comer. Los amigos bebían el café, hablaban un rato y disputaban una partida de ajedrez. Noche a noche igual. Ustedes, con todo para ser felices, me dirán qué programa. Las costumbres de los otros parecen una desolación, pero, vean ustedes, ayudan a la gente a llevar su vidita. Pues bien, una noche, últimamente, el señor Trejo, el del Opel, jugó muy mal su partida de ajedrez.
       El gordo calló, como si hubiera comunicado un hecho interesante y significativo. Después preguntó:
       —¿Saben por qué? Julia contestó con rabia:
       —No soy adivina.
       —Porque a la tarde, en el camino de la costa, el señor Trejo vio a su hija. Tal vez porque nunca la vio muerta, pudo creer entonces que estaba viva y que era ella. Por lo menos, tuvo la ilusión de verla. Una ilusión que no lo engañaba del todo, pero que ejercía en él una auténtica fascinación. Mientras creía ver a su hija, sabía que era mejor no acercarse a hablarle. No quería, el pobre señor Trejo, que la ilusión se desvaneciera. Su amigo, el doctor Laborde, lo retó esa noche. Le dijo que parecía mentira, que él, Trejo, un hombre culto, se hubiera portado como un niño, hubiera jugado con sentimientos profundos y sagrados, lo que estaba mal y era peligroso. Trejo dio la razón a su amigo, pero arguyó que si al principio él había jugado, quien después jugó era algo que estaba por encima de él, algo más grande y de otra naturaleza, probablemente el destino. Pues ocurrió un hecho increíble: la muchacha que él tomó por su hija —vean ustedes, iba en un viejo automóvil, manejado por un joven— trató de huir. «Esos jóvenes», dijo el señor Trejo, «reaccionaron de un modo injustificable si eran simples desconocidos. En cuanto me vieron, huyeron, como si ella fuera mi hija y por un motivo misterioso quisiera ocultarse de mí. Sentí como si de pronto se abriera el piso a mis pies, como si este mundo natural se volviera sobrenatural, y repetí mentalmente: No puede ser, no puede ser». Entendiendo que no obraba bien, procuró alcanzarlos. Los muchachos de nuevo huyeron.
       El gordo, sin pestañear, los miró con sus ojos lacrimosos. Después de una pausa continuó:
       —El doctor Laborde le dijo que no podía molestar a desconocidos. «Espero», le repitió, «que si encuentras a los muchachos otra vez, te abstendrás de seguirlos y molestarlos». El señor Trejo no contestó.
       —No era malo el consejo de Laborde —declaró Julia—. No hay que molestar a la gente. ¿Por qué usted nos cuenta todo esto?
       —La pregunta es oportuna —afirmó el gordo—: atañe el fondo de nuestra cuestión. Porque dentro de cada cual el pensamiento trabaja en secreto, no sabemos quién es la persona que está a nuestro lado. En cuanto a nosotros mismos, nos imaginamos transparentes; no lo somos. Lo que sabe de nosotros el prójimo, lo sabe por una interpretación de signos; procede como los augures que estudiaban las entrañas de animales muertos o el vuelo de los pájaros. El sistema es imperfecto y trae toda clase de equivocaciones. Por ejemplo, el señor Trejo supuso que los muchachos huían de él, porque ella era su hija; ellos tendrían quién sabe qué culpa y le atribuirían al pobre señor Trejo quién sabe qué propósitos. Para mí, hubo corridas en la ruta, cuando se produjo el accidente en que murió Trejo. Meses antes, en el mismo lugar, en un accidente parecido, perdió la vida una señora. Ahora nos visitó Laborde y nos contó la historia de su amigo. A mí se me ocurrió vincular un accidente, digamos un hecho, con otro. Señor: a usted lo vi en la Brigada de Investigaciones, la otra vez, cuando lo llamamos a declarar; pero usted entonces también estaba nervioso y quizá no recuerde. Como apreciarán, pongo las cartas sobre la mesa.
       Miró el reloj y puso las manos sobre la mesa.
       —Aunque debo irme, el tiempo me sobra, de modo que volveré mañana. —Señalando la copa y la taza, agregó—: ¿Cuánto es esto?
       El gordo se incorporó, saludó gravemente y se fue. Arévalo habló como para sí:
       —¿Qué te parece?
       —Que no tiene pruebas —respondió Julia—. Si tuviera pruebas, por más que le sobre tiempo, nos hubiera arrestado.
       —No te apures, nos va a arrestar —dijo Arévalo cansadamente—. El gordo trabaja sobre seguro: en cuanto investigue nuestra situación de dinero, antes y después de la muerte de la vieja, tiene la clave.
       —Pero no pruebas —insistió Julia.
       —¿Qué importan las pruebas? Estaremos nosotros, con nuestra culpa. ¿Por qué no ves las cosas de frente, Julita? Nos acorralaron.
       —Escapemos —pidió Julia.
       —Ya es tarde. Nos perseguirán, nos alcanzarán.
       —Pelearemos juntos.
       —Separados, Julia; cada uno en su calabozo. No hay salida, a menos que nos matemos.
       —¿Que nos matemos?
       —Hay que saber perder: tú lo dijiste. Juntos, sin toda esa pesadilla y ese cansancio.
       —Mañana hablaremos. Ahora tienes que descansar.
       —Los dos tenemos que descansar.
       —Vamos.
       —Sube. Yo voy dentro de un rato.
       Julia obedeció.
       Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.

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