Virginia Woolf: formas de narrar la angustia
El 28 de marzo se cumplen 70 años de la muerte de una de las voces más innovadoras del siglo XX. En su obra, la autora inglesa destila un inusual virtuosismo que rompe con los convencionalismos de una época signada por Freud, Marx y Nietzsche.
POR MARIA JOSE EYRAS CECILIA SORRENTINO
Es 1941. El invierno llega a su fin. En Londres, la casa en la que han vivido Virginia y Leonard Woolf es ya un montón de escombros. Hace meses que el matrimonio habita el pequeño pueblo de Rodmell, al sur de Lewes. Cada noche, camino a la capital del Reino Unido, los bombarderos alemanes sobrevuelan el pueblo. Los Woolf saben que si Hitler triunfa serán los primeros en la lista de indeseables. Son intelectuales, se han manifestado contra el fascismo, Leonard es judío. Están decididos a anticiparse a los acontecimientos: Adrián, el hermano de Virginia, les ha conseguido una dosis letal de morfina para hacer uso de ella si lo peor sucede. En ese clima, Virginia termina de escribir su última novela, Entre Actos y siente aquel vacío que tironea de ella al concluir una obra. Pero esta vez lo vive como definitivo. La escritura me ha abandonado, dice entonces a sus amigos. En marzo escribe a John Lehman –su editor– exigiéndole que no publique la novela porque a su entender “es horrible”. Leonard se encarga de despachar la carta y adjunta una nota en la que expresa su preocupación por el estado general de su mujer (V.n.w. “ Virginia not well ”) y le pide a John un tiempo de espera. Confía en que, como otras veces, ella se recuperará también de esta crisis nerviosa.
Al igual que Miguel de Cervantes o Jorge Luis Borges, la escritora inglesa pertenece a esa categoría de autores que, a medida que pasa el tiempo, suelen ser más reconocidos que leídos. A setenta años de su muerte es oportuno preguntarse qué dificulta el acceso a su obra. ¿La reducción de su figura cuando se apropian de ella militantes de género? ¿La contaminación de su imagen? Quizá, prejuicios acumulados sobre su persona; acaso, la exigente traducción de una prosa que se caracteriza por un inusual virtuosismo. ¿O el carácter experimental de una escritura que se propuso romper con las convenciones literarias de la época, que con frecuencia impone la necesidad de releer una frase, una escena o hasta una novela entera para comprenderla?
El método Woolf
Virginia Woolf escribe en tiempos signados por la influencia de Freud, Marx y Nietzsche, una época que pone en duda la objetividad del pensamiento, alerta acerca de las trampas de la conciencia y sus posibilidades de enmascarar la realidad. Escritora experimental, Virginia busca lo que ella llama su “método”. Un procedimiento que le permita tocar la vida con la escritura, rasgar los telones que cubren la realidad opacándola. Sabe que, al tiempo que ve, la mirada también oculta las cosas con su propio tejido. Escribe para rasgar esos velos, tornarlos visibles y que la realidad se presente en la distancia desde la que tratamos de alcanzarla.
En su ensayo La narrativa moderna , refiriéndose a la ficción tal como se escribe hasta entonces, Virginia Woolf sostiene: “Examinemos por un instante una mente corriente de un día corriente.
La mente recibe un sinfín de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con afilado acero. Llegan de todos lados, una lluvia incesante de innumerables átomos; y al caer, al tomar forma como la vida del lunes o el martes, el acento recae de modo distinto que antaño; el momento de importancia no venía aquí sino allí; de manera que si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que quisiera, no lo que debiera, si pudiera basar su obra en su propia sensibilidad y no en convenciones, no habría entonces trama ni humor ni tragedia ni componente romántico ni catástrofe al estilo establecido, y quizá ni un solo botón cosido como lo harían los sastres de Bond Street.
La vida no es una serie de lámparas de calesa dispuestas simétricamente; la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos recubre desde el principio de la conciencia hasta el final.”
Narrar la existencia
Argumento, verosimilitud, género, trama: ¿es así la vida? se pregunta. ¿Deben ser así las novelas? Contemporánea de Joyce, no sólo exploró el monólogo interior sino la posibilidad de atravesarlo en continuidad de un personaje a otro y construir una realidad coral. Con esa manera de narrar era capaz de asumir, por ejemplo, el punto de vista de un caracol oculto en el césped en Kew Gardens y luego saltar a la conciencia de cualquiera de los paseantes del jardín del relato homónimo.
Estaba convencida de que lo que tenía que decir debía decirse de una forma, y esa forma no era la “línea recta”. Simplemente porque las cosas no ocurren así –en línea recta– en la mente. De esa búsqueda nacen obras como El cuarto de Jacob y novelas como Mrs. Dalloway o Al faro , su primer éxito contundente.
Al faro , escrita en tercera persona, se lee, sin embargo, en la diversidad de voces (intenciones, supuestos, deseos, excusas, miradas) de cada uno de sus personajes.
Virginia indagó en las posibilidades de transformación del cuento, la novela y el ensayo, desarrolló en cada obra una escritura diferente e innovó en la exploración de estructuras narrativas. Creía, como Chéjov, en el valor de las historias sin final y, al mismo tiempo, supo construir textos donde es posible comprobar el sustento de criterios clásicos de composición. Observadora atenta de sus propios procesos creativos, volcó estas anotaciones en el diario que llevó hasta semanas antes de su muerte. Seguir en él las páginas contemporáneas a la obra de ensayo, crítica o ficción que abordamos en cada oportunidad resulta esclarecedor; redunda en una apertura hacia la comprensión de su búsqueda y la magnitud de sus hallazgos. Allí cuenta que la escritura fluida y sin exigencias del diario le permitía descansar de la escritura de ficción a la que se abocaba por las mañanas. Tal vez sea la razón por la que la lectura del diario la trasluce y nos la aproxima.
Caminatas en el frío
A comienzos de marzo de 1941, en un mundo en guerra, cuando caen los últimos copos de nieve en su jardín, Virginia vislumbra la proximidad de la primavera con tanta intensidad como la falta de futuro. Sin embargo, aún recuerda la frase de Henry James que la alienta a continuar: “Observa la llegada de la vejez. Observa la codicia, el propio abatimiento. Que todo se vuelva aprovechable.” Tras una noche sin bombardeos, el 28 de marzo de 1941 amanece brillante, claro, frío. Antes de tomar el bastón y salir hacia el río, Virginia aún le roba a la muerte tres últimas cartas dirigidas a Leonard y a su hermana Vanessa.
Veinte días después y luego de una intensa búsqueda, su cuerpo es hallado en el río Ouse. Hay piedras en los bolsillos de su abrigo. Leonard recuerda que unas semanas atrás, ella había regresado de su caminata muy embarrada: me resbalé, dijo. El le creyó. Ahora se pregunta si, una vez más, Virginia no habría aprendido de la contrariedad hasta salirse con la suya. Tal vez aquel 28 de marzo, además del temor de volver a sufrir una crisis de locura y no poder soportarla, el alma de Virginia se rindió ante la violencia y la desmesura de la realidad. Esa realidad inaprensible a la que, sin embargo, logró acercarse con su obra. Una obra prolífica y extraordinaria donde, más allá de diferencias y distancias, aún hoy, su lúcida mirada nos descubre y nos alcanza.
Revista ñ, Clarin
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