lunes, 9 de septiembre de 2019

Adolfo Bioy Casares, Clave para un amor

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Clave para un amor (1956)
Historia prodigiosa
(México: Obregón S.A., Colección Literaria Obregón, No.4, 1956, 151 págs.)


I
      Era serio, apasionado, sin duda un artista, muy joven y transparente. Quiero decir que si uno lo miraba con alguna atención descubría su alma. Esta palmaria simplicidad o pureza no creo que cubriera a una íntima penuria espiritual, sino a su juventud. Johnson pasaba por ese momento en que la confusa, ilimitada, la proteiforme adolescencia ha terminado y el ser, ya definido, muy poco sabe del ajetreo de la vida, que desgasta y empareja. Sí, tenía parte en ello ese momento de la juventud, pero más aún la extrema dedicación con que él atendía la disciplina de su arte. No es el subrepticio eco del título de un cuento de Kafka lo que me induce a calificar así el trabajo de Johnson. En todas las actividades cabe el arte; se revela en el estado de ánimo con que las cumplimos y resplandece en la excelencia de la ejecución; que la actividad corresponda o no a cierta preestablecida jerarquía, tiene poca importancia. Y aquí me siento inclinado a deplorar que los argentinos, a diferencia de Johnson, trabajemos como amateurs, como caballeros, pero no como artistas; como quien se reserva para un puesto mejor y, provisoriamente, cumple una tarea más o menos desagradable. Pero ¿quién se atreve a condenar? Acaso tal actitud suponga mucha lucidez, algún desdén por el afán y un orgullo ingénito y nada vil. Por lo demás el muchacho era extranjero y el año que llevaba en Buenos Aires de ningún modo atemperó su consagración al trabajo.
       Griffin Johnson había nacido en la ciudad de Chester, en el límite de Inglaterra con Gales. Pertenecía a una familia de trapecistas, que provenía de una interminable línea de acróbatas, que reconocía como primer antepasado a un señor que hacia 1760 maravilló a Londres cabalgando en tres caballos a un tiempo.
       Por la naturaleza misma de su profesión, los trapecistas trabajan en familia. Ante todo, se nace en el trapecio. Un hombre no resuelve, de un día para otro, dedicarse al trapecio, como quien elige una carrera, las armas, los hábitos o las leyes. De niño hay que aprender el arte. Como no hay profesores, hay que aprenderlo de los padres y de los hermanos. Conviene, por último, practicarlo con personas a quien uno conoce como a sí mismo; cualquier movimiento mal acordado trae la caída y la desgracia. Por cierto que, tarde o temprano, la desgracia llega. Los trapecios, que mantuvieron agrupada la familia, infatigablemente la destruyen.
       De la familia de Griffin Johnson —él, los padres, los hermanos— sé menos de lo que sospecho, y lo que sospecho se reduce a esto: que nunca pudo formar el grupo de cinco acróbatas, necesario para el gran espectáculo y que fue diezmada por la mala suerte. En verdad, la mente de todo trapecista es, o llega a ser, un memorial de caídas y desgracias; mejor dicho, una especie de palimpsesto, en que los hechos registrados están deliberadamente oscurecidos por sucesos ulteriores. Como todos los que toman por oficio el peligro, los trapecistas son supersticiosos. No quieren hablar de los accidentes, ni recordarlos. Cuando alguien les interroga sobre el punto, unos niegan que haya verdadero peligro —allí arriba está el hombre tan seguro como en el ancho suelo— y afirman que sólo por sugestión ven peligro los espectadores; otros, los vanidosos y los soberbios (que, por cierto, no faltan) admiten el prestigioso peligro, pero insisten sobre la destreza, que vuelve improbable la caída; todos convienen que hubo pocos accidentes en la historia del trapecio.
       Sin duda por considerarlos de pública notoriedad, en cierta conversación a la que luego aludiré, Claudia Valserra refirió dos accidentes del año pasado; su interlocutor, que los ignoraba, pudo inferir que fueron prácticamente simultáneos, que uno ocurrió en el circo Medrano, de París, y otro en Edimburgo, y que por este último, Johnson quedó solo y huérfano.
       He aquí los hechos: en el circo Medrano había caído, en un triple salto ejecutado sin red, Jim Valserra. A los cuatro o cinco días ocurrió el accidente de Edimburgo. Johnson recibió poco después una carta de condolencia, con una generosa proposición de unirse a ellos, del famoso Gabriel, padre de Jim y jefe del conjunto de los Valserra. El padre que había perdido a su hijo, evidentemente sentía la necesidad de acercarse, de consolar y de proteger, a ese otro hijo que había quedado solo en el mundo. Como Johnson no concebía la vida fuera de los trapecios, aceptó la oferta, arregló sus documentos, partió a París. Con los Valserra trabajó en Roma, en Nápoles, en Ginebra, en Aix-en-Provence, en Pau, en Londres, en Bath, en Madrid, en Lisboa. Ocupó el lugar de Jim, inmediatamente en el espectáculo, poco a poco en el corazón de Gabriel. Hacia 1951, con la troupe, vino a Buenos Aires.
       Originalmente componían la troupe, Gabriel y sus hijos. Muerto Jim, de los hijos quedaban tres: Claudia, una mujer de poco menos de treinta años, de talle recto y flexible, con una cabellera que en los mejores días parecía rojiza, en los peores, arratonada, en los indiferentes, castaña; con ojos redondos, muy serios, con nariz breve, con manos blancas, suaves, expresivas; muy loca, muy dulce y (un secreto que adivino) con debilidad por los hombres; Beto, el culto, el cortés, el bien parecido, el ceceoso, el tacaño Beto, tesorero del conjunto hasta que Gabriel y Claudia descubrieron —sin enojo, con esa diversión que nos procuran a veces las peculiaridades de las personas queridas— que depositaba en cuentas y en acciones a su nombre el dinero de todos; y, por último, Horacio, hijo de otra madre, de pequeño formato, de cabello oscuro, de tez blanca y rosada, con algo de petimetre, de envidioso, aun de malito. Los Valserra acogieron a Johnson con afecto. Debe uno reconocer que si el corazón de Claudia traslucía un particular matiz de admiración y de ternura y el de Horacio, de envidia, Johnson, a pesar de su honesta afabilidad, parecía entre todos ellos distante y solo. Diríase que para él las relaciones humanas eran secundarias; que vivía, como los santos y como los artistas, para su vocación. No quiero dejar este punto sin advertir que la avergonzada envidia de Horacio era (según quienes podían juzgar) la misma con que antes había mirado a Jim; de modo que se trataba de un sentimiento fraternal.
       En Buenos Aires, Johnson trabajó afanosamente. En las horas libres —de mañana, entre las funciones, muy tarde en la noche, cuando el público se había retirado y el circo entero dormía— se dedicó a perfeccionar esa infrecuente, letal y última flor de la acrobacia: el triple salto. La armoniosa facilidad del artista fue celebrada por el casi famoso Clemente Marcón, si no en verso, por lo menos en la prosa del cuarto de página que el poeta retiene en un diario de la tarde y que, sordo a las rimas interiores, titula Balcón ciudadano. Con una fórmula expresiva, pero involuntariamente ambigua, Marcón observa que el muchacho vuela y evoluciona por los trapecios como pez en el aire.
       Dominado el triple salto mortal, Johnson emprendió el estudio del cuádruple salto, acrobacia prácticamente imposible, lograda tan sólo por saltimbanquis orientales y, acaso, quiméricos. Entonces empezaron a ocurrir accidentes anómalos. En pruebas menores la vista o las manos o el sentido del ritmo fallaron; varias veces Johnson estuvo a punto de caer. Gabriel Valserra dijo:
       —Estás cansado. Por un tiempo debes dejar el trabajo.
       Johnson no lo escuchó. Una noche, poco después, aconteció la caída. El público se mantuvo en silencio; ignoraba si había presenciado un accidente o una acrobacia. Cuando vio que Johnson, incorporándose en la red —por fortuna, para ese espectáculo habían extendido la red— cuando vio que Johnson, digo, saludaba, frenéticamente aplaudió.
       Al otro día Gabriel Valserra apareció con un médico. Éste se interesó en el relato de los accidentes que culminaron en la caída; examinó a Johnson; diagnosticó surmenage y prescribió reposo, por veinte días, en la montaña. A principios de septiembre, Johnson partió hacia un lugar de los Andes, del lado chileno, no lejos de Puente del Inca. Lo buscarían allí sus compañeros, en viaje a Santiago, donde la troupe completa debería presentarse el 23.


II
      No me dijo cómo fue su llegada, pero imagino que no habrá diferido mucho de la mía. Deja uno el tren; de la estación cruza, por un túnel, al subsuelo del hotel y un ascensor lo lleva hasta el mostrador titulado «recepción»; mientras presenta documentos y satisface formularios, percibe, por los salones adyacentes, a huéspedes que rondan con familiaridad y con tricotas. Una instantánea desazón lo invade. «Pensar —reflexiona— que muy pronto distinguiré a unos de otros, que opinaré sobre ellos, que de algún modo entraré en sus vidas. Qué increíble, qué deprimente». Se libra de estas consideraciones para seguir a un señor con una llave, primero, hasta el ascensor, después, por los corredores del segundo piso. Ya está en su cuarto. Le abren la ventana, le preguntan si quiere algo, lo dejan. Se asoma. Alrededor, hasta el cielo, hay montañas (muy pronto le informarían que el sol sale a las diez y que se pone a las cuatro). Con mano trémula se desabrocha el cuello. Murmura: «He caído en un pozo. He de estar loco. Hay que estar loco para alejarse de Buenos Aires». Mira hacia el teléfono; si no le faltara valor preguntaría en el acto cuándo pasa el primer tren de vuelta. En ese momento llega un hombre con el equipaje y desprende las correas de las valijas.
       Como a Johnson, un médico me diagnosticó surmenage y me remitió allí para una cura. Yo no creía en mi enfermedad; soy bastante fuerte y, francamente, nunca trabajé demasiado. Algo tenía, sin embargo. De pronto me sobrevenía un temblor en las manos, una moderada alternación de calor y de frío, un levísimo sudor. Debo reconocer que estos fenómenos por primera vez fueron acompañados por una vaga, pero genuina y honda, sensación de beatitud, en aquel mismo día de la llegada, mientras alineaba los libros sobre la cómoda.
       Procuré entender esa beatitud. Me dije que hay un particular encanto, no exento de un matiz de tedio agradable, en los lugares de cura. Normalmente en los seres luchan dos tendencias: una, espontánea, que los induce a no hacer nada y otra, inculcada en los primeros años, que los lleva a encontrar culpa en el ocio. Cuando parten del lugar de cura, la paz en el alma se ha restablecido; el ocio está sancionado por la autoridad indiscutible del médico; el sentido de la responsabilidad, por lo menos en su triple y desabrido carácter de afán por estar en el yugo, cumplir con el deber, dejar obra, queda en suspenso; el hombre se encuentra en uno de esos raros momentos de la vida, como altos en el viaje, en que la obligatoria ocupación es alimentarse, olvidar las preocupaciones, reposar, tomar sol. Que el mundo juzga esto necesario lo proclama el hotel del lugar, con su costosa, compleja, considerable realidad. De cada uno se desprende allí un poco de calma y de aburrimiento y todo está envuelto en un halo de indolencia, como una casita en una bola de cristal.
       Una brisa entró por la ventana y estremeció las cortinas de cretona. Algo en mí también se estremeció. Para sacar fuerzas de la debilidad murmuré le vent se lève, il faut tenter de vivre. Por de pronto cerré la peligrosa ventana. Después dejé mi cuarto y partí a reconocer el hotel, que era muy grande, una suerte de monstruosa cabaña de piedra y de madera barnizada. Y ¿cómo pude olvidarlo? de cuero dentro, totalmente de cuero. Aún hoy yo no veo sobre una mesa una de esas perfumadas cajas de cuero sin una contracción de espanto. Qué profusión, qué lujo. En todo lujo palpita un íntimo soplo de vulgaridad; ocasionalmente, por mimetismo o armonía con algunos estilos —el Luis XV, el Luis XVI— no desentona; pero con qué ímpetu desborda la vulgaridad en el estilo rústico de los millonarios y de los hoteleros.
       Como la temporada había acabado, el hotel estaba casi vacío. Por todas partes yo intuía, sin embargo, una presencia indeterminada; al penetrar en cada una de las vastas y desoladas cámaras me creía a punto de sorprenderla; parecía que hubiera quedado un fantasma de la vida que poco antes hubo allí; parecía que, aplicando con atención el oído, aún pudiera recogerse el eco de ese tropel de gente. Entonces me reveló el lugar un nuevo encanto: el de los días que siguen al fin de la temporada. Lo sentimos ansiosamente, porque está mezclado con la nostalgia por las cosas que pasan, con la angustia por querer retener lo que ya se ha ido.
       En el subsuelo hay una librería y cigarrería, una boîte, unos casilleros y un taller de esquíes, una enfermería, una peluquería, una sala de juego, donde los aduaneros disputan perpetuos partidos de ping-pong; en el primer piso están los salones, el comedor, la tienda principal, el templete, el cinematógrafo; en los pisos de arriba, las habitaciones y la terraza del solarium. Lo que me asombró fue el templete. Por lo pronto, con su elegancia y con su inmaculada blancura, resultaba una agradable anomalía en medio de esa inundación de rusticidad y de cueros. Era grecorromano, pagano, tan pagano que, según me enteré después, el sacerdote que venía de Río Blanco lo desdeñaba y oficiaba la misa en el cinematógrafo.
       Con alguna dificultad para orientarme, llegué a la «recepción». Apoyándome en el mostrador y con aire confidencial, me dirigí a uno de los estilizados señores que ahí atienden (con sus impecables, negros jaquets, en medio de turistas arropados de manera de eludir todo convencional estiramiento y de exaltar la variada fealdad humana, parecen los últimos vestigios de la moribunda raza de los señores). Pregunté:
       —¿Qué explicación tiene ese templete pagano, tan distinto del resto del hotel?
       El señor me miró con una alarma y con un disgusto que su inveterada cortesía procuraba disimular. Sospechaba, sin duda, que yo le llevaba alguna queja; parecía convencido de que en mis palabras iba a descubrir, de pronto, alguna enojosa referencia al mal funcionamiento de los teléfonos o de las cañerías de un baño. Por fortuna otro señor, de espíritu más ágil, intervino; opinó que el portero, a quien llamó concierge, podría informarme. Este hombre —ancho, sanguíneo y, acaso por contraste con los señores de la «recepción», notablemente despierto— me dijo que el templo era todo lo que subsistía de un hotel anterior, construido por un tal Martín Bellocchio Campos. Proseguí con mis averiguaciones:
       —¿Por qué —dije— el señor Bellocchio habrá construido un templo grecorromano?
       —No tengo idea —contestó el portero—. También levantó un teatro abierto, a la antigua, en Valparaíso, donde bailan óperas, al aire libre, en noches de verano, y otro en Punta Arenas, que no se terminó y todavía hoy es una ruina. Me dijeron que por un tiempo andaba envuelto en una vulgar toga, de esas que llaman sábanas, y que si usted lo veía lo tomaba por un fantasma. Era un hombre de lo más religioso, medio carnicero, que llevaba corderitos a ese altar tan blanco y viera cómo lo ponía. No es milagro que el turista protestara y acabara por irse para no volver, con ese olor a sangre, que pica en las fosas nasales, y con el templo y buena parte del establecimento a la miseria con la sangre de los lanares degollados.
       Me confirmaron esto los aduaneros que jugaban al ping-pong. Algunos habían alcanzado a tratar al señor Bellocchio, hombre notable, al parecer, por sus hermosos ojos celestes, su mirada despierta y sus modales tranquilos; me aseguraron que en la juventud había viajado por Grecia y por Roma, o que había leído el libro de Víctor Duruy sobre los griegos, y que desde entonces quedó hechizado por el mundo antiguo, hasta el punto de perder su fortuna en anfiteatros y de creer en la mitología pagana. De Baco era particularmente devoto; el templete del hotel estaba consagrado a ese dios. Todo esto y mucho más, arteramente sonsaqué de un aduanero zurdo. Después de cada partido, el pobre zurdo hablaba un poco del señor Bellocchio, de Baco y de las supersticiones lugareñas; sinceramente, hablaba con cuentagotas; me proponía otro partido y yo no podía negarme. ¡Qué saque tenía el bárbaro! Daba gusto verlo jugar. Me ganó así como mil quinientos pesos chilenos, pero yo, en materia de información, le chupé la sangre, como se dice. Averigüé, en un ratito, que Bellocchio conmemoraba todos los años la fiesta del dios, llamada liberalia; que en esa oportunidad, Baco infaliblemente aparecía (en otras también, por supuesto); que abundaban los duendes; que en la cordillera había sombras extrañas y, como a esa altura la mente funcionaba de modo anormal, podía cada uno interpretarlas de acuerdo a su fantasía; que todos los pobladores eran supersticiosos (aun las sociedades anónimas: la del nuevo hotel no se atrevió a derribar el templo de Baco); que en Puente del Inca había un fantasma inglés, conocido por el Futre; que en ocasiones propicias, de la profundidad de la laguna de enfrente emergían, con las negras y lacias cabelleras impecablemente peinadas, con el ropaje seco, cuatro princesas indias, etcétera.
       En la biblioteca —insignificante, reunida con un criterio casual— encontré la Enciclopedia Hispanoamericana. Recorrí dos o tres volúmenes, en busca de referencias a Baco y a las liberalia. Sobre estas festividades leí: Era aquél un día de liberación. Nada estaba vedado y se toleraba que los esclavos hablaran libremente. Por cierto leí mucho más, pero todo, por conocido o previsible, resbaló de mi memoria.
       En aquel día de la llegada, cuando salí del hotel y bajé a la laguna, algo me sobrecogió. No advertí en el acto la causa. Luego el ingeniero Arriaga me señaló que no había pájaros. Lo que me había sobrecogido era el silencio insondable de un mundo sin pájaros.
       Tampoco había otros animales, con excepción de los perros que tenían para sus trineos los carabineros. Éstos vivían en un refugio, que servía de aduana, situado a tres kilómetros de distancia. No había más población que el hotel, la estación ferroviaria y el refugio. Las altas y abruptas montañas que de muy cerca rodeaban el lugar, aunque parcialmente cubiertas de nieve, aquella tarde me parecieron sombrías. Ansioso de huir de ese encierro, entré en el hotel. Sentí algún alivio.
       A mi regreso había en los salones más gente que a la mañana. Después descubrí que nadie, o casi nadie, se levantaba antes de la una y que muchos lo hacían a las tres. Aquella vida recordaba un viaje a bordo. Como al comienzo del viaje, mirando a los demás uno pensaba, con descreimiento y con pereza: vamos a conocernos. Y, como en un viaje, la prevista fatalidad operó: después de tres o cuatro días en que anduve solo y, por cierto, no muy cómodo conmigo, ni muy feliz, conocí a todo el mundo. La sociedad de esa gente no era estimulante, pero en ningún momento deploré no haber seguido el consejo del general Orellana, de la señora González Salomón y de tantos otros, que me repetían: «Aprenda a jugar a la canasta y al bridge. Sin esos recursos las tardes se hacen muy largas. Hay que matar el tiempo». El viejo general Benito Orellana era uno de los pilares del aburrimiento de la temporada. Calvo, con la frente fugitiva, con los ojos pequeños, con las orejas enormes, con el rostro rasurado, tenía la expresión de un conejo. Yo me le acerqué, pensando: «Es un técnico. Tiene conocimientos concretos. Con él aprenderé algo. Para la conversación debo preferirlo a las señoras, que al fin y al cabo son meros filósofos que especulan sobre los temas eternos de la vida y del alma. Voy a preguntarle cómo se dirige una gran batalla». Le pedí su opinión sobre El Alamein.
       —Voy a disertarle sobre su especialidad —declaró.
       Con rápidas afirmaciones ponderó «la preeminencia de la estrategia alemana, de los jefes alemanes»; los hombres que citaba, reparé después de un rato, eran de generales de la guerra del 14. Bruscamente anunció:
       —He cumplido ochenta y dos años. Nunca estuve enfermo. La salud y la longevidad es una herencia de mis mayores, que trato de administrar prudentemente. El primer día de frío doy la espalda a Buenos Aires y huyo a La Falda. El primer día de calor me corro hacia aquí. Mantengo esa disciplina desde hace treinta años. ¡Treinta años! ¡Una vida! Ahora ando preocupado, porque esta vez vine antes de tiempo.
       Cuando el general anunció «Voy a disertarle sobre los deberes del escritor nacional, deberes de patriotismo», me pasé al obeso, lampiño, sin mentón y con tres papadas, ingeniero Arriaga (quien, según el mismo general «había sido, allá en su lejana juventud, un hombre interesante, un rey sin corona del Buenos Aires noctámbulo, un fiestero, que se embarcaba en su yacht Bagatelle, con una troupe de bailarinas desnudas»). El ingeniero me explicó:
       —No sabe lo que me gustaría caminar por las afueras —hay otro aire, como decía un doctor amigo— pero me limito estrictamente a los corredores del hotel. No traje bastón. El bastón deforma, no permite caminar con la flexión correcta. Pero vaya usted a caminar por las afueras sin bastón. ¿Dónde se mete si lo ataca un perro?
       No toda la gente —exigua para la inmensidad del hotel, pero bastante numerosa— era como el viejo general y como el ingeniero obeso. Había un grupo de muchachas muy jóvenes, vestidas con tricotas esculturales y con ajustados pantalones de esquiar, a quienes me propuse redimir de unos mozalbetes cargosos, cuya técnica del galanteo, que practicaban continuamente, consistía en hacer ruido y en correr por los cuartos. Aunque no eran lindas, las juzgué refrescantes como un vaso de agua de Apolinaris bebido en ayunas. Por cierto, a las muchachas les sobraba la beauté du diable.También había una señora chilena, del buen lado de los cuarenta años, rubia, hermosa de piel, que graciosamente empezó a hablarme frente a uno de los ventanales que daban a la laguna.
       —Nieva —dijo.
       —Es verdad —contesté.
       —Es raro en esta época —afirmó—. Casi estamos en primavera.
       Me parecía la persona más agradable de las que entonces vivían en el hotel; hubiera querido conocerla, pero, inexplicablemente, una gran pereza me invadió, con denuedo no logré pasar de tres preguntas esparcidas con un largo silencio:
       —¿Es usted chilena? ¿Va a quedarse algunos días? ¿Estuvo en Buenos Aires?
       Desde el bar en que bebía un perpetuo vaso de gin, el viejo Sanders, con su cara roja, me miraba burlonamente. Me irritó que se permitiera mofarse de mí ese caballero, que había pasado una vida de lujo ocioso, pagado por el trabajo de sus antepasados. De buena gana le hubiera dicho, como al perrito canichede una amiga, hijo de perros de circo, que para hacerlo bailar en las patas traseras había que ordenarle: Acuérdese de sus antepasados. Pero Sanders no hubiera obedecido. Era un don Juan en receso; estaba siempre junto al mar o en la montaña; vestía con colores violentos; tenía algo de fantoche y de marino.
       Tomé té con la señora González Salomón (a quien procuré comprar con la pregunta: «¿Me permite llamarle Irene?»), con Arriaga y con Griffin Johnson. La señora, agitando su redonda cabecita de títere, en el extremo de un pescuezo de dromedario, al que las arrugas volvían humano, nos confió:
       —Cuando yo era joven, en estos lugares, no había más que gente conocida. —Bajó la voz y miró alrededor—. En cambio ahora se pregunta una: ¿De dónde salen estos mamarrachos? ¿Qué origen tienen?
       Pedí al cielo que la señora no descubriera, por lo menos hasta que yo me levantara de la mesa, que Johnson era un acróbata.
       Con Johnson llegamos a ser bastante amigos. Aquella tarde, cuando partió la señora, le hablé de su profesión.
       Aunque poco locuaz, era inteligente, conocía y quería su trabajo, de modo que nuestras conversaciones resultaban siempre instructivas. Todo lo que sé de circos lo debo a él.
       No comprendo por qué se le ocurrió aprender a esquiar. Arriaga o algún otro imbécil había dicho que las pistas, con la persistente nevada, estaban de nuevo «en condiciones». Procuré disuadirlo.
       —¿Para qué interrumpir esta rutina, aburrida tal vez, pero tan reparadora? Después de la infancia no se aprende nada. Abrumados con palos y esquíes, a golpes aprenderemos solamente que no tenemos equilibrio, que no sabemos caminar.
       Johnson desoyó estas justas reflexiones; y, como parece vituperable rebatir cualquier iniciativa, por tonta que sea, y abogar por la inactividad, bajé con él hasta el sótano y lo acompañé hasta el mismo reducto del profesor de esquí. Era éste un héroe de la guerra, llamado Hinterhöffer, un hombre colérico y orgulloso, al que la gente perdonaba todo por respeto a sus hazañas y a lo mucho que había padecido. Hay que ver cómo nos trató. Cuando Johnson le dijo que queríamos aprender a esquiar, nos echó en cara que la estación había terminado —das Ende, finís, balte la!—, que todos los demás profesores, un manojo de ineptos, habían partido para sus casitas, que estaba solo, que tenía mucho trabajo: Mude, krank, verrückt. Con algún enojo contesté:
       —En esas condiciones, no tengo ningún interés en aprender. Ningún interés.
       Hinterhöffer no me oyó. Convino con Johnson, que no perdía la calma, alguna hora de un día de la semana siguiente, para la primera lección.
       Una noche vimos en el cinematógrafo una película titulada El cartero llama dos veces; otra, El baile de máscaras. Esta última trataba un tema conocido. En una ciudad italiana, allá por el siglo XV, irrumpe la peste. La corte se encierra en el castillo, en lo alto del monte, y se entrega a la frivolidad y al desenfreno, mientras abajo la plebe muere. En un baile de fantasía —en el castillo, por supuesto— aparece una máscara maravillosa. ¿Quién es? ¿Quién es?, preguntan las damas. Pronto lo saben. Es la peste.
       Yo sospecho que la llegada de los Valserra sublevó la sensibilidad de Irene González Salomón. Sin duda, estimó que ese avance era intolerable, pero debía de estar secreta y maternalmente enamorada de Johnson, porque no protestó. ¿Qué digo? En más de una ocasión la sorprendí atendiendo con monerías a Beto y a Horacio y platicando, sobre interminables tés, con Gabriel. En verdad, Gabriel —tan delgado, tan silencioso, con el breve bigote gris y con ese fondo de sabiduría y de dulzura en la mirada— era mucho más «distinguido» que el resto de los que estábamos allí; si esto fuera poco agregaría que en una comedia inglesa a Gabriel le tocaría el papel de coronel o de juez. Con Claudia Valserra, la señora nunca se avino a pactar.
       Capricho imperial, como sorpresivamente observó el viejo Sanders. Por lo menos en cuanto a Claudia estábamos de acuerdo con Sanders: era la mujer más delicada, más graciosa, más encantadora que habíamos conocido. En cambio, Irene —¿por qué entorpezco el relato con este esperpento, cuando en la realidad procuraba no mirarla?— desairaba a Claudina y congeniaba con las chiquilinas de las tricotas y con sus molestos muchachitos. Una mañana, aprovechando una ausencia (momentánea, sin duda) de los muchachitos, me acerqué a esas adolescentes y les referí la entrevista con el profesor de esquí. Debo reconocer que estuve gracioso. No conseguí que se rieran. Querían mucho a Hinterhöffer, había sido un héroe, un miles glorio sus, etcétera. En un esfuerzo de galantería les propuse que ellas me enseñaran a esquiar. Se excusaron; adujeron que partían, con sus amiguitos, cuándo no, al día siguiente, a una excursión por la montaña. Esto resultó cierto, pero no lo es menos que esas chiquilinas inexpertas me trataron como si las apartara de mí no sé qué intransitable distancia de generaciones; peor aún: me llamaron «señor». Filosóficamente me dije: «Es un error de información. No saben que soy joven. Hay que perdonarlas». Pero, inútil negarlo, después de la conversación me sentí muy viejo. «Esto me pasa», pensé, «por alejarme de Buenos Aires. Allí lo conocen a uno, la gente está prevenida, no ocurren estas cosas».
       Al otro día, 13 de septiembre, nevó copiosamente, la ruidosa juventud había partido temprano, a su excursión. Yo creí que por unas horas benéficas podría olvidar a estas muchachitas desagradables y a sus chevaliers servants.Por unas horas las olvidé. Luego, cómo fastidiaron…
       Así habían planeado las cosas: para el 13, el viaje de ida; el 14 lo pasaban en un refugio en la cordillera, no sé dónde; el 15 regresaban. Antes de que fuera noche debían estar en el hotel, pero no les importó mucho, por lo visto, tenernos con cuidado, como dijo atinadamente Irene González Salomón. También estuvo acertado el general, cuando observó:
       —La gente de hoy, con especialidad los jóvenes echan a la broma la palabra empeñada. El mal que aqueja a la República, óiganme bien, es una insensibilidad al compromiso.
       —Muy justo —convino Arriaga—. Llevo el coche al taller, me lo prometen para una fecha, voy a buscarlo de lo más campante, los señores no lo han tocado. Por suerte que no tengo bastón, porque si no les rompo la crisma.
       —Y nosotros —preguntó Irene Salomón, con un hilo de voz— ¿desde cuándo estamos esperando a los pintores? Ya no me acuerdo. Tenemos la casa que da miedo. Pero estoy con cuidado con estos chicos que no vuelven.
       Por lo chiquilines pasamos una noche de sobresalto (salvo yo, que después de presenciar por segunda vez en cuatro días El baile de máscaras, me retiré a la cama), la mayor parte despiertos y no pocos intentando, sin ningún éxito, expediciones de rescate que, a escasos metros, debían regresar precipitadamente, para no perderse en el viento blanco.
       El 16 aún caía nieve, pero con menos intensidad, de un modo casi tenue. Algunos buscaron a Hinterhöffer, para organizar debidamente un grupo de esquiadores que saliera en demanda de los muchachos. No lo encontraron. Sanders y Johnson partieron hacia el refugio de los carabineros. Al cabo de dos horas regresaron con noticias alarmantes. De ese lado no podíamos esperar auxilio. En el refugio quedaba un solo guardia; los carabineros y aun los aduaneros habían partido a socorrer un tren detenido por la nieve en plena cordillera. Nuestros amigos traían cuentos de aludes y de soldados que se habían extraviado a pocos pasos de su cuartel y que habían muerto petrificados, desnudos, porque en el viento blanco uno siente un gran calor y despavorido se quita la ropa; la muerte los fulminó de pie y quedaron como un grupo de estatuas de piedra blanca. Esto no había pasado en aquellos días, sino años antes, en algún otro temporal, pero el relato nos llegó con las noticias de lo que estaba ocurriendo y aumentó nuestra desazón. Estas noticias, menos pintorescas y trágicas, tenían un rasgo común: todas eran malas. Las vías del ferrocarril, que habían saltado ayer, hoy estaban cubiertas por varios metros de nieve; los palos del telégrafo y del teléfono también habían desaparecido de la vista. En resumen, estábamos completamente aislados. Tal vez para distraernos —el círculo de oyentes lo miramos con una inconfundible expresión de abatimiento— Sanders refirió que durante la primera mitad del trayecto hacia el refugio tuvo que dar a Johnson indicaciones referentes a cómo llevar los palos, pero que muy pronto Johnson esquió mejor que él. Probablemente en estas palabras había alguna verdad y mucha exageración.
       Encontrarnos tan bloqueados no era agradable. Por una grotesca desviación del juicio caí en la manía de recordar con remordimiento los días anteriores al temporal, cuando pude salir y no lo hacía. Encerrado en el hotel, creí que iba a asfixiarme. Continuamente me acercaba a las ventanas, en la esperanza de que hubiera ocurrido un milagro que nos permitiese huir. Arbitramos juegos de sociedad. Se daba a cada uno un papel y un lápiz. Uno escribía, sin que nadie las viera, tres preguntas. Los demás, en sus papeles, ponían las respuestas. Después leíamos en voz alta las preguntas y las respuestas. Las encontrábamos cómicas. En las mías, noté cierta propensión pornográfica y mucha idiotez. Las más poéticas eran las de Claudia. Jugamos también a la busca del tesoro. A las cuatro de la tarde, la nieve llegaba al segundo piso. A la noche escatimaron la luz, con el pretexto de que las reservas de combustible eran insuficientes. Hubo algún caso de coramina, desmayos más o menos auténticos, pero yo asistí, como si no pasara nada, con un breve puñado de fieles, a la segunda representación de El cartero llama dos veces.Con tal que no sean más que tres o cuatro, exclamó alguien. ¡Las bromas que hicimos aquellos días! A veces nos recuerdo, a todos nosotros, con lástima. Sanders comentó:
       —El baile de máscaras tiene la culpa de lo que está ocurriendo. En seguida comprendí que esa película era de mal augurio. Entre nosotros aparecerá también una presencia misteriosa. Al final sabremos quién es y moriremos. Es el Espíritu de la Nieve.
       Sí, nuestras bromas eran pésimas. Con todo, cuando quise excusar la última de Sanders y empecé a decir «Este marino, o don Juan, en desuso…», Claudia me interrumpió.
       —Es verdad. Como los marinos tienen la tristeza del mar, él tiene en los ojos la tristeza y el amor de todas las mujeres que lo han querido. Y el pobrecito, vestido como un arlequín, lucha para no dejarse vencer por los años. Pero no le tenga lástima: lucha valientemente y a todas nos trae locas.
       No creo que a ella la trajera loca. A la chilena sí. Claudia estaba enamorada, pero no de Sanders.
       ¿Cómo expresar el cambio que se produjo a medianoche? Yo diría, tal vez, que fue una transfiguración espiritual; como si para enfrentar la terrible situación, cada uno se hubiera despojado de lo secundario y de lo contingente. Parecía también que algo de la sutil frialdad de la nieve que arreciaba afuera, se hubiera comunicado al aire en que nos movíamos; pero no era ésa una frialdad que paralizaba, sino al contrario: nos encontrábamos más livianos, más despiertos. En efecto, aquélla fue una noche de actividad y muy pocos nos retiramos a la cama. Al otro día Claudia me refirió las cosas. Yo la escuchaba embelesado, con tal desprendimiento de toda pasión personal, que entendí de una vez por todas que mi papel en la vida es acaso el de un cronista, sin duda el de un espectador, nunca el de un actor. Claudia, la encantadora Claudia, me hablaba de alegrías y de temores que sentía por causa de otro ¡y yo no sufría!
       Cuando el reloj luminoso de la «recepción» dio las campanadas de la medianoche, Sanders conmovió a los presentes con el anuncio de que a la mañana partiría en busca de los muchachitos. Johnson dijo que él iría también. Gabriel quiso acompañarlos, pero Sanders le preguntó:
       —¿Cuándo esquió por última vez?
       —En Interlaken, en 1927.
       —Va a darnos más trabajo que ayuda —dijo Sanders y no lo aceptó.
       El general declaró con sequedad y firmeza:
       —Voy a disertarles sobre la proyectada expedición de rescate. Ya que el profesor salió a buscar a esos muchachitos del diablo, me parece inútil que ustedes arriesguen el pellejo.
       Ni Sanders ni Johnson lo escucharon. El general continuó:
       —Hay que ser lógico. Nosotros estamos bloqueados en un lugar determinado. Ellos están perdidos en un lugar indeterminado. Salir, para nosotros, es difícil; encontrarlos, improbable. Dejen que los niños vengan al hotel. La prudencia aconseja que nos quedemos como la sabia naturaleza que nos bloquea manda, quietitos, quietitos. Dios proveerá. Para la tranquilidad de todos los involucrados en este asunto puedo comunicarles que disponemos —según me he informado— de una reserva de provisiones satisfactoria. Con esto, buenas noches.
       Con eso el general Orellana se levantó de la silla, inclinó la cabeza y partió a su dormitorio, tan seguro de su derecho al reposo como lo estaba aquel glorioso colega suyo, que en medio de los fulminantes avances de los alemanes, al comienzo de la guerra del 14, no perdió una hora de sueño.
       Casi al mismo tiempo la chilena y un señor de la «recepción» hablaron.
       —Dudo de que el profesor de esquí haya ido a buscar a los muchachos —dijo la primera.
       —No estoy autorizado para referirlo —dijo el segundo— pero en estos instantes me llega la noticia de que algún ladrón misterioso acaba de dar un golpe a la despensa. Nuestras reservas no son ahora tan satisfactorias.
       Sanders, que era bastante conocedor de aquel sector de la cordillera, se dedicó a estudiar los mapas, Claudia propuso:
       —Vamos a organizar la busca del ladrón.
       Tomados de la mano, corriendo, partieron a registrar el hotel, la chilena con Horacio, Claudia con Johnson. Beto fue solo. Dijo Claudia que al salir de la biblioteca, donde estuvieron todos reunidos, descubrió en Irene González Salomón una mirada de odio. Aquella busca les deparó sorpresas. Horacio y la chilena se toparon con Beto, plantado en la puerta de una de las habitaciones del sexto piso (que estaba prácticamente clausurado). Beto procuró que no entraran en la habitación, pero cuando los otros lo echaron a un lado y se encontraron con media despensa amontonada en la cama, en las sillas y en la cómoda, sostuvo que él había encontrado ahí las provisiones robadas y, para evitar el escándalo, les aconsejó no hablar. Comprendieron que Beto era el increíble ladrón. Horacio le confió después a Claudia que debió contenerse para no llamar a la gente, pero que de pronto quedó aterrado, como si hubiera descubierto que su hermano estaba loco. De algún modo sabía que no era así; pero aquella ridícula, miserable y desmesurada expresión de la capacidad de Beto era demasiado atroz para tomarla en serio. Había que olvidarla, como si hubiera ocurrido en un sueño. Toda aquella noche parecía un sueño.
       Tal vez para disimularse mutuamente que el episodio había sido penoso, continuaron la expedición por los altillos del hotel; en un último desván encontraron a ese falso héroe de la guerra, a Hinterhöffer. Se había ocultado ahí para que no lo obligaran a partir en busca de los muchachos. Cuando oyó los pasos de Horacio y de la chilena se arrinconó tanto, se contrajo tanto, que al salir no pudo incorporarse y por un tiempo considerable anduvo en cuclillas, como un enano colérico. Fue el primero en hablar de la musiquita. Dijo, con el orgullo herido, que diez Horacios y diez chilenas no bastaban para cazarlo, que a él no lo atrapan si esa musiquita no lo hubiera aterrado. Yo comenté, con ocurrencias que para mí al menos conservan intacta la virtud de provocar la risa, la musiquita que Hinterhöffer oyó o inventó. Me miraron con una expresión extraña, como abstraídos en reflexiones y, sin esmerarse mucho, sonrieron. El humorismo de buena ley estaba perdido con aquella gente.
       En cuanto a Claudia y a Johnson, esa noche descubrieron su amor. Se miraron e, instantáneamente, lo supieron. Después, a la manera de todos los amantes, buscaron el destino, es decir, encontraron en algo que pasó desapercibido el día que se conocieron, o en lo que se dijeron una vez, o en lo que sintieron otra, signos premonitorios, pruebas de que, si no conscientemente, de un modo más hondo, siempre lo sabían y claros testimonios de que sus vidas de lejos venían encaminadas…
       Pobre muchacha, no quería engañarse. En su conversación conmigo reconoció que en otras ocasiones creyó estar enamorada, que no había sido fiel a nadie, que siempre se dejó llevar por la esperanza de encontrar algo maravilloso o por la curiosidad.
       —O por una generosa modestia —agregué yo, procurando interpretarla—. Por el escrúpulo de no darse importancia.
       No dijo que sí ni que no, y habló de cansancio, de futilidad, de amargura.
       —Pero ahora —aseguró— ahora estoy enamorada. Ahora sé…
       —Ahora sabe que no será infiel —concluí impacientemente y, acaso con mal gusto, me incliné en una reverencia, intenté una broma—: ¡Y yo elijo este momento para conocerla!
       Tuvo la bondad de sonreír. Siguió hablando de la noche. Johnson y ella no querían acordarse de la futura mañana, que traería la separación, quizá definitiva, porque la expedición de rescate era una temeridad. Es justo reconocer que en ningún momento Claudia le pidió que renunciara a la expedición, ni que él pensó en renunciar. Esa noche fue para ellos generosamente larga, misteriosamente larga. Cuando llegó, por fin, el otro día, el viento amainó; a las diez había cesado de nevar; Sanders apareció; Johnson besó una mano de Claudia (pensando: Quiero más a esta mano que a todas las personas del mundo) y los dos héroes partieron, nítidos y diminutos en la blancura de la cordillera. Silenciosamente los mirábamos, cuando Irene González Salomón echó a llorar y con la cara entre las manos corrió a su cuarto. Oír el llanto de una vieja trae mala suerte.
       Aunque no faltaron incidentes, el día transcurrió con lentitud. Gabriel Valserra practicaba esquí por los alrededores. Los demás leíamos o conversábamos, pero alguna parte de nuestra atención esperaba a los expedicionarios. Claudia me refirió su vida, la de Johnson, el accidente de Edimburgo, el del circo Medrano y los episodios de la noche; procurando que las ocasiones en que lo nombraba parecieran justificadas, naturales o fortuitas, irresistiblemente habló de Johnson.
       La gente se reunió a la tarde en el bar. De vez en cuando alguien se levantaba y se acercaba a las ventanas. Claudia iba a decirme algo de una procesión de músicos y de bailarines, cuando la vieja Irene soltó el llanto. ¡Cómo anhelé que nadie lo advirtiera! ¡Cómo anhelé que ese llanto asqueroso no tomara cuerpo! Secretamente me enojé con la pobre Claudia, al verla inclinada sobre la vieja, consolándola. La vieja no contestaba, pero, como si las palabras de Claudia la conmovieran, lloró con más ímpetu. Todos mirábamos. De pronto el cuadro se animó infernalmente y relumbró un metal. Yo no comprendí en seguida lo que había visto. La vieja sollozaba en brazos de la chilena; un segundo antes, como una gata rabiosa, había embestido. Si la chilena no se interpone y con mano segura no desvía el golpe, la vieja hubiera clavado en el pecho de Claudia esa tijera abierta.
       Después nos quedamos a oscuras. Trajeron velas. Explicaron que se había acabado el combustible. Gabriel observó:
       —Si no hay alguien que desde lo alto haga señales con una luz, no van a encontrar el hotel.
       Beto partió al solario con un farol de kerosene. Al rato subí yo. Hay que ver el vientito que soplaba. Por más que agité el farol, no conseguí vencer el frío. En cuanto llegó Horacio a reemplazarme, bajé y me bebí una taza de té bien caliente.
       —Vamos a la terraza —dijo Claudia—. Quiero ver qué está haciendo Horacio.
       Volvieron muy pronto. Lo que habían visto era increíble: la oscuridad completa. Beto corrió escaleras arriba, para averiguar por qué su hermano había apagado el farol. Alguien dijo después que se tomaron a golpes. Lo cierto es que Beto quedó allí, haciendo señales, y que Horacio, en el bar, nos habló de la musiquita. Dijo que al oírla sintió que debía apagar el farol.
       —¿Apagarlo? —repetí como un eco—. ¿Para qué?
       —Para que se perdieran todos, Johnson y los otros. Para que murieran de frío. Les tuve odio. Es atroz.
       El aspecto melodramático de las declaraciones de Horacio me dejó sin cuidado; no así el aspecto que podríamos llamar técnico. Oída únicamente por Hinterhöffer, la musiquita era sin duda un embuste; confirmada por Horacio, era por lo menos un problema. Sin embargo, el hecho, en las circunstancias de Horacio, resultaba más incomprensible aún que en las de Hinterhöffer. En muchos dormitorios hay receptores de radiotelefonía; bien pudieron Horacio y la chilena o Johnson y Claudia o cualquier otra persona abrir el contacto de uno de esos aparatos; he aquí, más o menos explicada, la musiquita oída por Hinterhöffer (digo más o menos, porque desde el día anterior no funcionaba la radiotelefonía en el hotel; pero ¿qué sé yo de estas cosas? Las condiciones que interrumpieron la audición habían, tal vez, cambiado). Mas ¿cómo explicar la música oída por Horacio en la solitaria elevación del solario? ¿O al hablar de confirmación me equivoqué? ¿Se trataba, simplemente, de un caso de sugestión?
       La chilena preguntó dónde estaba Gabriel.
       —Contra mis formales protestas —anunció el general— calzó el esquí, dijo que los expedicionarios estarían llegando, que se iba al encuentro y ¡se fue! Persona respetable, pero un tanto impulsiva para mi gusto.
       En medio de su temeridad, Gabriel no había perdido la lucidez; yo diría que adquirió una virtud adivinatoria; en efecto, muy pronto encontró al grupo que penosamente regresaba de la montaña. Con termos de café caliente los reanimó y, en ese último kilómetro de mortal fatiga, los ayudó a alcanzar el hotel. Como un perrito enfermo, una de las muchachas gemía suavemente, otra reía y otra se revolcaba por el suelo. Sus amiguitos no parecían mejor; olvidémoslos con indulgencia. Todo el mundo abrazaba a Sanders y a Johnson.
       Esa noche, más temprano que de costumbre, llamaron a comer. Magnánimos vinos regaron la comilona y el tono, en aquel salón que en días anteriores pareció lúgubre, era de fiesta. La alegría nada pudo, sin embargo, contra el cansancio; antes de las diez nos retiramos todos a los dormitorios.
       Yo me dormí sin dificultad y, previsiblemente, soñé con la musiquita. Como suele ocurrir en los sueños, la ilusión fue persuasiva: creí que la musiquita, o su causa, estaba en el cuarto, junto a mi cama. Desperté sobresaltado. Después de un rato comprendí que no volvería a conciliar el sueño. En mi vida había estado tan despierto: como si un misterioso poder me habitara, analicé la fantástica realidad de aquellos días. Recordé lo que me había dicho el aduanero y lo que yo había leído en la Enciclopedia Hispanoamericana. El motivo de la conducta de cada uno resplandeció extrañamente: el despecho de Horacio, el miedo de Hinterhöffer, la codicia de Beto, el coraje de Sanders… ¿En cuanto a mí? La pregunta me dejó sobrecogido, con una mezcla de aprensión y de esperanza. ¿En qué día celebraban las liberalia los romanos? Estaba seguro de haber visto un 17, sabía el lugar de la página en que se hallaba el número, pero en cambio no recordaba el mes. Averiguar esa fecha era perentorio. Saqué de las cobijas un brazo, que instantáneamente se enfrió, en vano oprimí —aún no había corriente— el botón de la lámpara, saqué el otro brazo, encendí un fósforo, encendí la vela. Diríase que esa pobre y claudicante lucecita reveló la vasta oscuridad en que me encontraba. Me estremecí. Francamente, sin calefacción, en aquel hotel hacía frío. Salté de la cama, me envolví en ponchos, empuñé el velador y, frente al espejo, murmuré: «Con tal que las muchachitas que me dicen señor no me vean con este aspecto». Salí del cuarto, me interné por el interminable pasillo, alcancé la escalera, empecé a bajar. Por momentos parecía que una brisa imperceptible fuera a apagar la llama; yo me detenía; la miraba afianzarse; encandilado, proseguía mi camino en dirección a la biblioteca. Entreví hacia la derecha, a lo lejos un movimiento claro, como de un efímero rayo de luz. Oí pasos.
       —¿Quién anda? —pregunté.
       Una voz anómala me contestó:
       —El sereno.
       Apareció el hombre, enfocando con su linterna (en los libros que yo leía cuando era chico esas linternas, terriblemente, se llamaban sordas).
       —No puedo dormir —expliqué—. Me ha entrado una duda sobre algo que leía a la tarde en un libro de la biblioteca. Hasta que no vea ese libro no tendré paz. ¡Cosas del insomnio!
       El sereno me miró con atención. Después de unos instantes observó:
       —Está temblando.
       Repliqué:
       —Hace frío.
       —Voy a prepararle un tecito caliente —propuso el hombre.
       Hablaba como si estuviera mimando a un niño. Por la manera de pronunciar «prepararle» y «tecito» descubrí que era alemán.
       —Bueno —dije— pero primero acompáñeme hasta la biblioteca. Si se apaga la vela, me desoriento y me pierdo para siempre.
       Llegamos, puse la vela sobre la mesa y saqué de los estantes dos o tres tomos. El sereno partió a prepararme el té; en verdad yo hubiera preferido que se quedara con su linterna. Cuando hojeaba los volúmenes, la llama se estremecía y poco faltaba para que se apagara del todo. Yo estaba ofuscado. Primero no di con el artículo; después, con el párrafo. Finalmente leí: Roma celebraba estas festividades el 17 de marzo. Más me hubiera valido no abrir de nuevo esos malditos libros. Donde esperaba hallar una confirmación para mi hipótesis, encontré la primera discrepancia. Las fechas no coincidían. No diré que todo se derrumbaba; pero, por qué negarlo, aquello era una grieta.
       Me consolé pensando en la innata sabiduría de la memoria y del olvido; de la memoria, que retuvo el 17, útil para la hipótesis; del olvido, que absorbió el marzo perjudicial… Estas insulseces muy pronto fueron barridas de mi consideración.
       Lo primero que advertí sólo pasó en mi alma. ¿Cómo lo expresaré? ¿Fue mi respuesta a lo que aún no había oído? Tenuemente, agradablemente, me sofocó una suerte de júbilo intelectual, como si estimulada por algún excitante, la facultad de interpretar y de entender se hubiera desarrollado de manera prodigiosa. Yo me estaba solazando —no sin pudor escribo el verbo— con la renovada energía de mi inteligencia, cuando ocurrió algo extraordinario. Desde ese instante olvidé todo lo personal, las vanidades, grandes y pequeñas, la conciencia del peligro. El hecho me llegó al principio con aparente incertidumbre, como percibimos, paseando por un jardín, la fragancia de un arbusto (y la perdemos y volvemos atrás para recuperarla); o como, en el campo, en un día de estío, entre el cálido vaho del trébol, descubrimos en un lugar que parece inestable, pero que, al retroceder, de nuevo encontramos, la sutil frescura de una corriente de agua subterránea. Gradualmente aumentó y se volvió más definido el tumulto, como si una muchedumbre pasara junto a mí. Ese tránsito apagó la vela, pero no reparé en ello. Estaba embelesado con el acordado rumor de los instrumentos (¿flautas? ¿címbalos?), con el eco de la gritería y de los bailes. Luego la presencia o la procesión se fue de la biblioteca; siguiéndola a través de los salones oscuros, que recorrí sin el auxilio de ninguna luz, llegué hasta la puerta; la abrí y me pareció que se alejaba y se desvanecía en la noche aquella música feliz. Detenido en el umbral, aún atento a la invisible partida, entendí todo. A mi lado alguien habló:
       —Va a tomar frío.
       Era el sereno. Me traía el té. Cuando estábamos cerrando la puerta me volví bruscamente.
       —¿No ve nada en la nieve? —le pregunté.
       Dijo que no. Yo creí ver como las huellas de un gigante que se alejaba. Me sentí extenuado; me dejé caer en una silla y silenciosamente bebí una taza de té. El sereno, que había cerrado la puerta, me miraba complacido. Llené una segunda taza y le pregunté:
       —¿Usted es europeo?
       —Sí, señor —contestó—. Mi pueblo viene a quedar entre la Selva Negra y el Rin.
       —Entonces, dígame: ¿qué mes corresponde, allá en su pueblo, a nuestro septiembre?
       El sereno abrió la boca y no dijo nada.
       —Cuando acá es invierno —aclaré— allá es verano, cuando acá es otoño allá es primavera, ¿de acuerdo?
       El hombre se dio una vigorosa palmada en la nalga y exclamó con alegría:
       —¡De acuerdo! La primavera empieza en Europa el 21 de marzo. Marzo corresponde…
       —¿Qué fecha es hoy? —le pregunté.
       —Hoy es 17 de septiembre.
       A un tiempo miramos el reloj luminoso de la «recepción». Marcaba las doce y tres minutos. Mientras el sereno, riendo benévolamente, corregía su afirmación anterior y repetía: «Es 18, es 18» yo pensé: «Las fechas coinciden. Nuestro 17 de septiembre corresponde al 17 de marzo del otro hemisferio. Para nosotros, en estos momentos concluye el día en que los romanos celebraban las liberalia, las fiestas en honor del dios Baco».
       Acabé de beber el té y me fui a dormir. A la mañana desperté con la urgente necesidad de explicar mi teoría. «Lo principal, me dije, es conseguir un oyente capaz de avenirse con estas ideas. De lo contrario todavía va a resultar que no ha ocurrido nada. Voy a buscar a Claudia y, si no la encuentro, a Johnson».
       En el hall, que parecía el salón de un barco poco antes de llegar a puerto, se había amontonado la gente. Cada uno cargaba con dos o tres valijas, con varios abrigos, con mantas y con ponchos. Carabineros chilenos daban órdenes. Por una sola puerta dejaban salir; apostados ahí, a todo viajero lo obligaban a despojarse del equipaje, salvo la valija más chica y un abrigo. Todos pugnaban hacia la salida.
       —¿Qué pasa? —pregunté al general.
       —Los carabineros van a llevarnos en trineo hasta donde llega el tren. La primera tanda sale dentro de diez minutos; la segunda, dentro de una hora. A la tarde estaremos en Santiago. Los equipajes nos siguen dentro de tres o cuatro días.
       Divisé a Johnson, que estaba cerca de la puerta. A fuerza de codos me escurrí entre la gente y lo alcancé. Lo tomé del brazo.
       —Todavía no he visto a Claudia esta mañana —me dijo con aflicción—. Ahora voy a verla. Está en los trineos. Voy con ella en la primera tanda.
       —No puede ser —repliqué y, levantando la voz, añadí impertinentemente—: ¡La primera tanda, para las mujeres, los viejos y los niños!
       Los carabineros aceptaron mi sugestión. En cuanto a mis compañeros de hotel, los que estaban llegando a la puerta por poco no me golpean. Johnson no dijo nada, pero me miró con ojos de incomprensión y de tristeza. Yo creo que en ese momento, a pesar de todo su coraje, estuvo a punto de llorar, porque no lo dejaban juntarse con su amiga. ¡Pobre Johnson, cómo lo mortifiqué! Diríase que mi facultad de entender y de sentir había concluido la noche anterior, a las doce; o, por lo menos, que de nuevo yo estaba entendiendo con mi habitual lentitud y sintiendo con mi celebrada despreocupación.
       Estas reflexiones no me abatieron. Al contrario, me entró una comezón de actuar (en mí son raras y efímeras); para aprovecharla, me puse al lado de Irene González Salomón, y la abordé con cierta pregunta. Se ruborizó, como si recordara algo que la avergonzaba, llamándome joven (miré alrededor, con la inútil esperanza de que alguna de las muchachitas oyera) dijo que le gustaría saber quién era yo para interrogarla y acabó por contestar afirmativamente. En seguida me corrí al general. Repetí la pregunta. Cuando asintió —sus consideraciones eran superfluas, mi teoría quedaba confirmada— lo dejé pronunciando la consabida disertación sobre el punto. Por último, hablé con Beto; reconoció que sí, como era previsible. (¿Para qué andar con misterios? Les pregunté si habían oído la musiquita).
       Los de la segunda tanda tuvimos que esperar bastante. La anunciada hora entre la primera salida y la segunda se prolongó a más de tres. En algún momento encontré a Johnson en el bar. ¿Todavía por aquí?, le dije, le señalé una mesa, para él pedí algún alcohol, para mí un té y, en cuanto empezamos a beber, acometí la explicación de los hechos de la víspera. No me demoré en antecedentes ni en preámbulos.
       —El 17 —declaré— todos actuamos en carácter, como reza la frase. Demasiado en carácter, para que fuera natural. Era como si un autor hubiera trazado nuestra conducta. El cobarde actuó con una pura y diáfana cobardía, los intrépidos, con el más extremado coraje; el villano, con absoluta perfidia; los enamorados, con un amor que no conocía reservas, etcétera. La esencia de cada uno, buena o mala, obró con libertad. Todo esto me pareció raro: no es lo que habitualmente encontramos por el mundo. Mas evidentemente rara era la cuestión de la musiquita. Cuando Hinterhöffer alegó la musiquita para justificar el espanto que lo paralizó, intenté un comentario burlesco, según creo bastante gracioso. Apenas obtuve unas desganadas sonrisas. Pero ¿cómo la gente iba a reír? Lo que yo entonces ignoraba era que todos, en algún momento, habían oído la musiquita. Cada uno la oyó en el momento de mostrarse, por así decirlo, en carácter. Horacio, cuando impulsivamente apagó el farol de las señales. Irene González Salomón, cuando atacó a Claudia (quién sabe qué fondo sanguinario hay en la señora). Beto, cuando robó las provisiones…
       —Yo lo oí… —intercaló Johnson.
       —Lo descuento, lo descuento —repliqué irritado por la interrupción—. Y yo también ¿por qué he de ser menos que los otros? Pero déjeme explicarle. Un aduanero zurdo, que conoce la historia y las historias del lugar…
       —Gracias —me dijeron.
       Levanté los ojos y comprobé que el autor de esta nueva interrupción era el aduanero en persona. Indiqué una silla, pregunté si podía continuar y, ya con la venia de este posible (y temible) tercero en discordia, afirmé:
       —El señor me refirió que el primitivo dueño del establecimiento, un tal Bellocchio, era devoto de Baco. Parece que año tras año celebraba las liberalia—fiestas en honor del dios— y que Baco infaliblemente aparecía en la fecha. Hasta aquí, de acuerdo. Pero ¿cuál era la fecha? Según la enciclopedia que está en la biblioteca, los romanos festejaban las liberalia el 17 de marzo.
       —Bellocchio las festejaba el 17 de septiembre —aseguro el aduanero.
       —Por el cambio de estaciones —dije con algún orgullo— al 17 de marzo de Europa corresponde en nuestro hemisferio el 17 de septiembre. El 17 de septiembre tenía, pues, que aparecer Baco. Bien, señores: el dios apareció.
       —¿Alguien lo ha visto? —preguntó con incredulidad el aduanero—. Como generosamente lo reconoció el señor, yo soy un enamorado de las leyendas del lugar. En pos de no sé qué noble utopía las busco, las recopilo y las estudio. ¿Cuál es el premio de tanto afán? ¿No daría yo mi brazo derecho por haber visto, siquiera una vez, al antiguo dios Baco, a las princesas de la laguna o, por lo menos, al fantasma de la competencia, al Futre de Puente del Inca? Mentiría si dijera que los vi. ¡Ni en sueños, caballeros, ni en sueños!
       —Nadie ha visto al dios Baco —repliqué— pero, en cuanto a sentirlo… ¿Qué digo sentirlo? Mucho más.
       En beneficio del aduanero repetí mi explicación.
       —¿No encuentra significativo —proseguí— que el 17 actuáramos de una manera tan sin matices, tan pura, tan insólita? Interrogue a Beto Valserra, a Horacio, a la señora González Salomón, a cualquiera de nosotros. Todos le diremos lo mismo. Nos tocó sufrir una transformación misteriosa; oímos una música de flautas y el paso de una muchedumbre alegre; un poder sobrenatural entró en cada uno y exaltó su verdadero fondo: odio, amor, coraje o lo que fuera. Oh sí, cada uno recibió la prodigiosa visita de Baco. Se llama teofanía ese momento en que un dios nos habita.
       Con una ansiedad que advertí retrospectivamente, preguntó Johnson:
       —¿Hay que atribuir al dios todo lo que sentimos el 17?
       —Hay que atribuirle la exaltación de nuestros sentimientos —contesté—. En la enciclopedia pueden encontrar la frase que da la clave del asunto. Se refiere a las liberalia y dice algo así: Aquél era un día de liberación. Nada estaba prohibido y se permitía que los esclavos hablaran libremente. Como ustedes no ignoran, en las religiones antiguas todo era simbólico o, si prefieren, nada era casual: ni los emblemas de un bajorrelieve, ni el color de la túnica del sacerdote, ni las palabras del rito, ni la manera de celebrar una fiesta. Yo creo que sin caer en las exageraciones de los psicoanalistas, podemos descubrir en la frase un sentido profundo. ¿Qué significa el día de liberación? Que si Baco prevalece, nadie sujeta sus verdaderos sentimientos. ¿Y los esclavos que hablan libremente? La pasión, o el reprimido fondo de cada uno, que irrumpe sin freno. Sobre los símbolos hay un capítulo muy curioso en Plutarco.
       Lo que me detuvo no fue la deprimente melancolía de Johnson; fue la expresión de embeleso del aduanero. Quiero decir que parecía un idiota.
       —¿Se siente bien? —le pregunté.
       —Mejor que nunca —aseguró, mirando hacia adelante, con los ojos como dos monedas—. ¿Por qué me dejé arrastrar con la cuadrilla a socorrer a ese tren bloqueado? El año próximo, ni Dios me mueve de aquí. Baco apareció, ya no dudo, y tal vez aparezca de nuevo. ¿Sabe lo que acabó de convencerme? La musiquita. Fue, señor, como si la estuviera oyendo. Plutarco, el mismo Plutarco, ratifica lo que usted nos cuenta de la musiquita. En los Varones ilustres —usted hallará el tomo en la biblioteca— refiere que el ejército de no sé quién, sitiado en Alejandría, oyó una música y un tumulto así: era Baco que los abandonaba.
       —Y el 17 a medianoche —dije— yo la oí, cuando se iba el dios. Ahora me queda la nostalgia. Mientras duró esa visita fui inteligente: ahora he vuelto a mi acostumbrada pobreza… Fui como pude ser en la juventud; hay un momento en la juventud en que todo es posible, en que todo es poco en la inmensidad de nuestra vida.
       Por pudor no reproduzco el final de la peroración. Barajé las rutinas, las renuncias que me habrían consumido y, en sentido figurado, lloré por lo que pude ser. En verdad me pareció que yo era digno de lástima.
       Casi no reparé en Johnson. Primero, envanecido por mi prodigiosa explicación, luego, sensible a mi presunto infortunio, no reparé en las dudas y en la ansiedad con que lo abrumaba. Indudablemente, mi cuarto de hora de inteligencia había pasado. ¿Cómo no vi que lo entristecía? Yo estaba sugiriéndole que su amor no era más que la exaltación de un dios transitorio. Tal vez Johnson se preguntó si cuando mirara de nuevo a Claudia encontraría en ella el mismo encanto y la misma luz; y también (por contradictorio que parezca) si Claudia no estaría de nuevo atenta a los otros hombres. Aunque Johnson era muy apasionado, tal vez no fuera tarde para decirle que el amor de ellos dos no había sido una aventura pasajera, que solamente a lo genuino Baco glorifica… Pero, empleado como estaba en mí mismo, ¿cómo iba yo a socorrer a nadie?
       Al rato partimos los de la segunda tanda. Nuestro progreso fue lento y entrecortado; hubo muchas etapas breves, muchas demoras largas. En alguna solitaria estación nos quedamos un tiempo que me pareció infinito. Nos dijeron que en determinado punto (ya no recuerdo el nombre) nos reuniríamos con los de la primera tanda, pero cuando llegamos —con varias horas de retraso— ya se habían ido. Johnson me preguntó por qué Claudia no lo habría esperado. No supe qué contestarle. Entramos en Santiago de noche.
       Ahora, al recordar las cosas, me parece que la impaciencia por llegar que Johnson al principio había mostrado, hacia el final de nuestro largo viaje se gastó; al recordar su cara, ensimismada, pálida y afligida, sospecho que el pobre tenía miedo de encontrarse con Claudia y descubrir que su amor había sido una ilusión. Me preguntó a qué hotel yo iría. Le respondí con vaguedades. Sentirlo cerca siguiéndome con aquellos ojos compungidos, como un perro lúgubre, me resultaba insufrible. Yo hubiera preferido la muerte a escuchar, en ese momento, sus problemas. ¡Estaba tan cansado! Quería que me dejaran en paz, quería llegar a mi cuarto y echarme a dormir.
       Al otro día no lo vi. Aunque la señora González Salomón, el general Orellana y el ingeniero Arriaga vivían en el mismo hotel que yo, pronto olvidé —como olvidamos a los compañeros de una travesía en barco— a mis amigos de la temporada andina, a los acróbatas y a los otros.
       Una mañana encontré en la peluquería al general y me invitó a acompañarlos, a la señora González Salomón y a él, a la función de estreno del circo.
       —¿Cuándo es? —pregunté.
       —Esta noche —contesté.
       Me excusé, y esa misma noche, cuando oí desde mi cuarto a la vieja, que entraba por los corredores llorando, supe el final. No me levanté a averiguar lo que había ocurrido. Cerré los ojos, me tapé con las mantas y, despierto, esperé al otro día. Es horrible oír el llanto de una vieja que llora como una niña. Es de pésimo agüero. No tuve que esperar el diario para saber que Johnson había caído al ejecutar su cuádruple salto.
       A la tarde pensé llevar unas flores al muerto y visitar a Claudia. Pero no, me dije, no debo revolver aquello. La historia está concluida. Ya nada puedo hacer por el muchacho, sino respetar su memoria. Por lo demás, creo conocer a Claudia y me conozco. Me pareció de buen gusto evitar el toque cínico para el final. Ahora me queda alguna nostalgia. De Claudia, que es encantadora, y de aquella noche en que sentí en mí al dios y a mis facultades agigantadas. Con las que tengo, modestas como son, narré los hechos. Así cumplo mi deber en la vida, que, según parece, es el de contar cuentos.

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