Publicada en el revista Gatopardo de Colombia en su edición número 3. Fue seleccionada para el libro “Un mundo muy raro” publicado por Editorial Aguilar en México y Colombia, junto a textos de Antonio Tabucchi, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes, Tomás Eloy Martínez y Rodrigo Fresán, entre otros autores.
Natalio Félix Botana es el primer periodista desaparecido de la Argentina. No el único, sino el primero. El más poderoso, también. Y el más polémico.
Su gloria -inmensa, temeraria- iluminó como un rayo veintiocho años de la historia criolla y se consumió como tal: rápida y vertiginosamente. Hoy nadie recuerda a Natalio Botana, de la misma manera que en los años ’20 o ’30 nadie podía olvidarlo.
Sin embargo, ese silencio desproporcionado dice algo. Oculta, debajo de los escombros de la memoria, un mensaje tácito, sutil.
Nacido uruguayo, nacionalizado argentino, criado periodista, fundó a los 25 años y en 1913 un mito de proporciones inauditas: el diario Crítica, del que llegó a vender más de trescientos mil ejemplares por día, lo que equivale a decir tres veces más que el periódico de mayor circulación actual.
A sus órdenes y caprichos, trabajaron los mejores escritores de la época, esos que su exquisito olfato de lector descubría mucho antes que el mezquino y pacato mundillo literario porteño.
Padre de un estilo periodístico impactante, fue pionero en todos los géneros: fue el primero en incorporar grandes fotos y dibujos; el primero también en colocarles epígrafe; el primero en incluir un suplemento deportivo, inventar secciones, imprimir en color, incorporar una revista a la edición, enviar un periodista de gira, denunciar un hecho de corrupción y anunciar las noticias con una sirena que hacía bramar desde la azotea del edificio de siete pisos, que ordenó construir a medida de sus sueños en la Avenida de Mayo, y que albergaba su propia rotativa, además de un gimnasio, un bar y hasta una peluquería para uso exclusivo de su personal.
Fue, también, el creador del primer multimedio latinoamericano, capaz de unir en una sola empresa todos los recursos tecnológicos disponibles en ese momento: prensa escrita, radio, noticiero cinematográfico y productora de cine. Una audacia empresaria que empalidece las modernas fusiones de hoy, ya que tenía una incomparable ventaja: toda la empresa dependía de un solo y único dueño. Natalio Botana, amo y señor de la opinión pública argentina.
Sin embargo, ninguna de sus muchas virtudes superan lo escrito sobre sus múltiples pecados. Acusado de embustero, extorsionador, populachero, sensacionalista, manipulador, mafioso, snob y soberbio, la figura de Botana fue mirada en diagonal y con desprecio por casi todos los que se le acercaron. Es cierto: Botana no tiene aún su propia biografía porque nadie, hasta ahora, quiso escribirla. Es más: el año pasado una historiadora le dedicó 280 páginas de su libro al diario Crítica y solo cuatro a su fundador, bajo el pretexto de la “ausencia de fuentes documentales que impiden desmontar el mito”. Como una bomba que nadie se atreve a desactivar, la historia de Botana es todavía un tic tac amenazador, que late bajo el bronce de todos los próceres contemporáneos que se refirieron a él con idéntico desdén.
Jorge Luis Borges lo recuerda en plena redacción del diario, sacando la billetera del bolsillo del saco de cashimire inglés para tirar al aire montones de billetes. Luego, un Botana desdeñoso, observaba cómo sus empleados se tiraban al suelo para recogerlos. Una de esas veces, descubrió a Borges que, petrificado en el otro extremo de la redacción, miraba abochornado el espectáculo, y por encima de los cuerpos que se arracimaban por el piso, lo invitó a tomar un café. La elegante ironía de Borges detiene allí el relato. Prefiere rematarlo con una frase lapidaria: “En lo sucesivo, si alguien me avisaba que venía el director, corría a encerrarme en el baño para evitar el mal rato”.
Leopoldo Marechal prefirió inmortalizar a Botana, en su maravillosa novela Adán Buenosayres, como un condenado al séptimo círculo del infierno, el último y más lastimero. Lo presenta como el jefe absoluto de una rotativa gigante cuyos rodillos devoran y aplastan hombres hasta convertirlos en papel. Lo obliga a confesar cómo, en una de esas tantas noches de póker, aburrido por su mala suerte, se dedicó a contar los fósforos que contenía una inocente cajita de cartón. Descubrió que contenía uno menos que los 45 prometidos. Así logró que la empresa fabricante pagara fortunas con tal de que la noticia no llegara a la primera plana del diario. Ante este Botana que se ríe como un chico travieso, Marechal reprocha con desprecio su fórmula periodística infernal: “Era preciso basurear en el crimen, recoger la inmundicia de los cadáveres mutilados y arrojarle por último a la bestia el manjar impreso en cuerpo siete, con grabados de anatomía patológica y abundantes lágrimas de cocodrilo”.
Otro escritor, Roberto Arlt, también rememora con asco el único año que trabajó para Botana, al presentarse como “uno de los cuatro encargados de la nota carnicera y truculenta, obligado testigo de cuanto crimen, robo, asalto, violación, venganza, incendio, estafa y hurto se cometía”.
Pablo Neruda, en cambio, no escribe ya sobre el Botana-editor, sino sobre el Botana-anfitrión, referente obligado de las tertulias porteñas de la época. En un capítulo de su libro Confieso que he vivido, Neruda narra una aventura “cósmico-erótica” que tuvo como escenario la majestuosa quinta de Botana en Don Torcuato. Testigo privilegiado de ese encuentro amoroso a cielo abierto fue Federico García Lorca. Los dos habían sido invitados a una cena (de la que se escabulle Neruda con una dama cuyo nombre no revelará jamás, pero que muchos suponen como la poetisa Norah Lange, esposa de Oliverio Girondo) por ese hombre que Neruda retrata así: “rebelde y autodidacta, había hecho una fortuna fabulosa con un diario sensacionalista. Su casa era la encarnación de los sueños de un vibrante nuevo rico. Centenares de jaulas de faisanes de todos los colores y todos los países orillaban el camino. La biblioteca estaba cubierta sólo de libros antiquísimos que compraba por cable en las subastas de bibliógrafos europeos. Pero lo más espectacular era que el piso de esta enorme sala de lectura se revestía totalmente con pieles de pantera cosidas unas a otras hasta formar un solo y gigantescos tapiz. Supe que el hombre tenía agentes en Africa, en Asia y en el Amazonas destinados exclusivamente a recolectar pellejos de leopardos, ocelotes, gatos fenomenales, cuyos lunares estaban ahora brillando bajo mis pies en la fastuosa biblioteca. Así eran las cosas en la casa del famoso Natalio Botana, capitalista poderoso, dominador de la opinión pública de Buenos Aires”.
Todos y cada uno, a su manera, mienten. Ni Borges, ni Marechal, ni Arlt ni Neruda escribieron toda la verdad sobre Botana. Lo único verdadero es el registro del sentimiento que era capaz de generar, en su momento de máximo esplendor, un personaje cuya ideología se reducía a una sola consigna: “quiero y puedo”.
Es tan difícil imaginar a la orgullosa redacción de Crítica gateando en cuatro patas para recoger del piso los billetes de Botana, como al mismo Botana desparramando el contenido de la billetera a sus pies. En principio, porque allí se ganaban el salario escritores como Conrado Nalé Roxlo, Ulises Petit de Murat, los hermanos González Tuñón, Homero Manzi o César Tiempo, por citar solo algunos ejemplos. Pero también porque Botana cosechó fama de hombre generoso. Petit de Murat llegó a decir “si estoy vivo es gracias a Botana, que pagó todos los gastos de mi internación cuando estuve enfermo de tuberculosis”. El jefe de redacción del diario escribió que un día llegó a su escritorio un sobre con cinco mil pesos (el equivalente al precio de un auto en esa época) solo porque a Botana le había gustado la edición de ese día. Muchos de sus redactores dieron testimonio de las periódicas amnistías de vales y adelantos que decretaba el patrón y hasta confesaron públicamente su salario: 900 pesos al mes para el cronista de menor calificación. El doble de lo que pagaba cualquier otro diario.
Sin embargo, la anécdota referida por Borges esconde algo peor: lo que significó en su vida literaria el trabajo en Crítica.
Borges fue codirector, junto a Petit de Murat, de la Revista multicolor de los sábados, nacida un 12 de setiembre de 1933 para acercar a los lectores, por el precio de 10 centavos, la producción literaria de autores hasta entonces desconocidos por el público masivo. Notas del pintor Xul Solar, de los escritores uruguayos Juan Carlos Onetti u Horacio Quiroga, relatos de Kipling, trabajos de Ezequiel Martínez Estrada o cuentos de Chesterton desfilaron por las páginas que Borges editó con pasión y dedicación. Su biógrafa, María Esther Vázquez -la misma que acusa a Botana de populachero- asegura que fue gracias a esa tarea que Borges “encontró su verdadero destino dentro de la literatura”. Su compañero de entonces, Petit de Murat, fue aún más allá: “en esos dos años a Borges se lo veía feliz”, escribió. Mucho tiempo después, Borges se atrevió a confesar cómo terminaron aquellos días felices. Fue el día que cumplió 35 años, cuando decidió suicidarse.
Borges cuenta que compró un revólver, una novela de Ellery Queen (El misterio de la Cruz egipcia, que ya había leído), una botella de ginebra y alquiló un cuarto en un hotel de Adrogué. Se tiró vestido en la cama, colocó el revólver en su sien y lloró. Lloró porque no tenía coraje para vivir, pero tampoco para matarse. La revelación la tuvo aquel triste 24 de agosto de 1934. Pocos días después, apareció el último número de la mítica revista deCríticaM, su revista. Allí Borges había publicado, en capítulos, uno de sus libros fundamentales: Historia universal de la infamia. Allí Borges había probado por primera y única vez la cocaína, que por entonces se vendía en las farmacias. Allí había descubierto un mundo nuevo: linotipistas, matriceros, diagramadores, cronistas callejeros, que hablan el lenguaje de sus orilleros de fantasía, pero que festejaban su humor y admiraban sus conocimientos. Allí, encontró, incluso, el impulso necesario para vivir un amor clandestino, al que le dedicó, en secreto, sus poemas. Allí, Borges, que hasta hacía poco tiempo escondía ejemplares de sus libros en los sobretodos de los críticos literarios, se había encontrado al fin con miles de lectores que comenzaban a admirarlo. ¿Quiso ese Borges suicidarse porque ese mundo lo agobiaba o porque ese mundo tenía decretado un fin? La pregunta no tiene respuesta. Solo una cosa es absolutamente verdadera: Borges dejó Crítica en setiembre de 1934. Y nadie sabe si fue él quien dijo adiós.
Marechal y Arlt, en cambio, patean el corazón mismo de Botana. Las crónicas policiales deCrítica – que él inventó, con una alquimia exquisita, escogiendo no sólo a quién, sino dictando el cómo, el cuándo y dónde- laten a un ritmo único. Es el pulso con que Botana mide la temperatura social de la Argentina, un electrocardiograma que nadie, hasta entonces, había trazado. Desde sus crónicas policiales, Crítica extiende las fronteras periodísticas hasta alcanzar a los inmigrantes, los obreros recién paridos por un país todavía pre-industrial, los marginados del modelo, los apaleados por los poderosos de turno, los excluidos. Los huele en su propio hedor, los reconoce en sus miserias y les otorga lo único que sólo él les puede dar: épica. Para narrarla, escoge la pluma de los elegidos; talentos todos de exquisita cultura que jamás se hubieran encontrado con las postales que traza la injusticia si él -el gran sabelotodo de los infiernos terrenales- no los hubiese obligado a mirar de cerca esos crímenes.
El horror de Marechal, el asco de Arlt, más que un insulto a Botana deben interpretarse como la repulsión que alcanza a toda una época y salpica a toda una elite. El jefe de redacción de Botana, Francisco Luis Llano, lo explica así: “El periodismo que nació con Crítica no era amarillo, sino escandaloso, como escandaloso fue el Watergate. Era verdadero, aunque oliera a podrido. En un medio nada impaciente por primicias y medroso de herir a tal o cual político, cualquier noticia que se aparte de estos cánones era escandalosa”.
En cualquier caso, a Botana nunca le importó lo que opinaran de él. Huía de los aduladores como de la peste. Y cuando le comentaban lo que sus enemigos murmuraban a sus espaldas, daba por terminada la reunión con una frase:
-La única opinión sobre mi persona que me interesa es la del Negro Cipriano. Y no creo que sea muy buena.
Cipriano era Cipriano Arrúe, su fiel valet, lacayo o guardaespaldas. El negro que lo acompañó a la guerra en su adolescencia y lo siguió hasta Crítica, después, y al que Botana llamaba con un humillante silbato.
Neruda, por último, nos obliga a mirar a Botana con los ojos de su época. ¿Quién era ese millonario excéntrico, capaz de sentar a su mesa a dos celebridades literarias y refregarles en la cara como símbolo de riqueza no ya autos, propiedades o mujeres, sino una majestuosa y envidiable biblioteca?
Botana tenía tres Rolls Royce -uno negro, uno gris y otro celeste- una quinta con treinta dormitorios, quince salas de baño y una bodega cuyas paredes había pintado el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, durante una larga estadía que culminó cuando lo dejó plantado su mujer, la escritora Blanca Luz Brun. Tiempo después, en la dedicatoria de un libro, Blanca reveló los motivos de su deserción matrimonial. Sólo escribió: “para unos es un santo, para otros Al Capone, pero para mí será siempre mi emperador”. Hablaba de Botana, por supuesto, el hombre que jamás se jactó en público de sus romances, simplemente porque en público nunca habló. Escuchó.
Todas las noches, ese mismo hombre sentaba a su mesa -redonda, porque odiaba definir con una silla la cabecera- no menos veinte personas que al menos una vez a la semana compartían su plato favorito: faisán. Los criaba en su quinta de Don Torcuato – que no era grande, sino grandiosa, como bien la definió Llano- luego de enviar a su secretario privado a la India para comprar los casales. Tras la cena -que salvo la noche dedicada a los faisanes, los comensales podían elegir a la carta, como en el mejor restaurante de la ciudad- Botana ofrecía coñac y puros. Los suyos -los que porta en cada una de las pocas fotos que lo recuerdan- no los compartía con nadie. Eran un centímetro más grandes que cualquiera y, según él mismo se jactaba, de mejor calidad que los Partagas con los que convidaba a sus invitados. Se los fabricaban especialmente en La Habana, a medida de sus caprichos y con sus iniciales.
En las paredes de la quinta de Don Torcuato, un friso de mayólicas reproducía escenas deEl Quijote que él mismo había seleccionado y que había hecho copiar en Talavera de la Reina, España. Dos leones de yeso se imponían en la entrada y dos leones de sangre y garra rugían en su zoológico privado, donde también había exquisitos ejemplares de geografías lejanas. Sin embargo, de todos los habitantes de Don Torcuato, la fiera más exótica era su mujer, Salvadora Medina Onrubia de Botana, una anarquista, poeta, dramaturga, adicta al éter, el whisky caro, la magia negra y la pasión sin sexo definido, a la que jamás logró domesticar. La llamaban “la Venus roja” y había llegado a la vida de Botana en los primeros días de Crítica, con un hijo natural en los brazos (apodado Pitón) y una belleza desafiante que lo fascinó. Con ella tuvo dos hijos varones (Helvio y Jaime), pero solo logró convencerla de formalizar el matrimonio cuando nació una mujer, Georgina Nicolasa, a la que llamaban La China.
Salvadora dejó a todos en claro que nunca fue feliz con Botana y todos sus hijos hicieron saber que jamás sintieron el menor aprecio por su madre. La más dura fue La China, quien mandó una carta a un diario porteño para decirle a su madre: “Haría cualquier cosa por librar a mis hijos del clima en que nosotros crecimos, de la amargura y el asco a la vida que nos hiciste sentir desde que tuvimos uso de razón”. Sin embargo, no fue esta la idea que rescató de su abuela el hijo preferido de La China. Dramaturgo y dibujante de talento, heredó de Salvadora su mordaz e incisiva visión de la vida. También esa amargura y ese asco. Se llamaba Raúl Damonte Taborda Botana, aunque todos lo conocieron por el seudónimo que le inventó su abuela: Copi.
Botana, en cambio, siempre calló. Ni siquiera cuando Pitón se pegó un tiro, a los 17 años y en Don Torcuato. Sobre el episodio hay tres versiones. La oficial, que se encargó de difundir Crítica, dice que el arma se disparó accidentalmente, mientras los hermanos Botana jugaban inocentes. Helvio, testigo del episodio, cuenta en su libro Los diente del perro que su hermano se suicidó, tras una discusión con Salvadora, en donde ésta le revela que no era hijo de Botana, sino de un prominente abogado entrerriano de apellido Pérez Colman. La secretaria privada de Salvadora, Emma Barrandeguy, da otra versión: Helvio fue quien le reveló su origen, celoso porque su padre prefería a Pitón y los hermanos se trenzaron “en un juego violento que terminó con un disparo”. En cualquier caso, esta muerte quebró definitivamente el delicado equilibrio de la familia Botana y liberó a Salvadora a su suerte, que fue escasa aunque intensa. Desde entonces y hasta su fin, ocurrido en 1972, se le atribuyeron romances con hombres y mujeres y, por último, con un sacerdote de nombre Fernando Giménez, al que su hijo Helvio recuerda, con saña, haberle dicho:
-No sé si llamarlo Padre o padre.
Helvio también cita la última palabra que pronunció su madre: “odio”.
Los que lo conocieron de cerca dicen que Botana tuvo otros amores: Crítica, sus hijos y la timba. En ese orden. Aunque su verdadera pasión fue la lectura. Se la inculcó -como una religión, un vicio o una condena- su madre Nicolasa Millares, una cubana, nieta de venezolanos y pariente directo de Simón Bolívar, que le enseño a leer también inglés, francés y latín y que lo obligó a internarse en un seminario uruguayo para ordenarse cura, con el que pretexto de que encontraría así más tiempo para su formación intelectual. De allí se escapó a los 16 años. Vendió la sotana para financiarse el viaje hasta Gualeguay, a donde llegó en 1904 para pelear a las órdenes de su tío abuelo, el general Basilio Muñoz. De regreso a Montevideo, se inscribió en Derecho hasta que la guerra civil que estalló en 1909 lo devolvió a la acción con el grado de teniente. Fue derrotado en Concordia y confinado en Corrientes, donde aseguran que se convirtió en mercenario, peleando para paraguayos o brasileños, según la paga. La aventura terminó cuando vendió su sable para financiarse el viaje a Buenos Aires. El mito narra que aquí se empleó como hombreador de bolsas en el puerto, aunque no llegó a levantar más que dos. A la tercera se cruzó en su vida Adolfo Berro, hijo de un ex presidente uruguayo, quien le presentó al hombre que se convirtió en su protector: Marcelino Ugarte. Un político conservador que le consiguió el primer empleo en un diario y quien, después, le facilitó los contactos para obtener el dinero necesario para fundar Crítica, el diario que popularizó el socrático lema “Dios me ha puesto sobre vuestra ciudad como a un tábano sobre el noble caballo, para picarlo y mantenerlo despierto”.
Fue ese tábano el que le permitió, entre otras cosas, apoyar primero y destruir después al presidente Hipólito Yrigoyen, para quien hacía imprimir todos los días un único ejemplar con noticias falsas que alababan su mandato. El mismo tábano que un general golpista ordenó silenciar, decretando la clausura primero, y la prisión después del propio Botana, su esposa Salvadora y otros quince periodistas. El tábano que saludaba la lucha de los republicanos españoles, proclamaba a Hitler demente, difundía los artículos del rebelde Sandino y agobiaba con primicias a un lector fascinado con el fatal destino de la huerfanita de un conventillo de la Boca o la última columna de Bernard Shaw. “Nosotros le tenemos que decir al público lo que le gusta”, repetía a sus redactores Botana, como un verdadero tábano que les chupaba el talento a cambio de mantenerlos con los ojos bien abiertos.
Así logró, finalmente, acumular la fortuna y el poder suficiente como para cumplir con los sueños de su madre. Compró más de mil ejemplares de incunables que acumuló en la más grande biblioteca privada de Latinoamérica y se sentó a leerlos en camisa de seda, el puro en los labios y el revólver en la cintura. Una inmensa, monumental biblioteca que hoy está -literal y trágicamente- desaparecida.
La primera muerte de Natalio Botana se produjo la tarde del 6 de agosto de 1941, en Jujuy, víctima de su omnipotencia o su soberbia. El día anterior se había escapado con un grupo de amigos al casino de Termas de Río Hondo, en la provincia de Santiago del Estero, en donde había apostado y ganado una fortuna. Al levantarse de la mesa, escuchó al groupier decir:
-No hay porqué preocuparse. En un rato vuelve a apostar todo lo que ganó.
Cuentan que entonces Botana ordenó partir, para desmentir la predicción del groupier. Señaló como destino otro casino, ubicado en las Termas de Reyes, a treinta kilómetros de la capital de la provincia de Jujuy. Por allí paseaba cuando su Rolls Royce negro se estrelló en los pilares de la ruta. El asfalto le rompió dos costillas, que él quiso que nadie toque hasta que llegara su médico personal desde Buenos Aires. Botana murió cuatro horas después. Había logrado que todos obedezcan su última, estúpida orden.
Hoy, en su envidiado despacho de la Avenida de Mayo, está sentado el comisario mayor Carlos Alberto Moyano, a cargo de la Superintendencia de la Policía Federal, actual propietaria del edificio. No es una metáfora, sino un dato de la realidad argentina, la misma que hacía estallar de melancolía a otro periodista de cuento, el gran Jacobo Timerman, fundador de la revista Primera Plana y el diario La Opinión. Fue él, nada menos él, quien me hizo notar hasta qué punto Botana era un desaparecido. Fue después de una cena en su departamento de la calle Posadas, al que había llegado con el director de cine Eduardo Mignogna, quien trabajaba en un guión sobre la vida de Botana y ansiaba conocer un editor tan macizo, polémico y legendario como él. Jacobo escuchó con interés cómo Mignogna había resuelto el más sutil y obvio acertijo escrito en Crítica: tábano era un anagrama perfecto del apellido Botana. Sin embargo, Jacobo lo desalentó. Todos, dijo esa noche, prefieren recordar la historia triste de un perdedor. Nadie, insistía, prefiere a ese Botana audaz, indomable, desafiante, cuyo único fracaso consistió en contratar un chofer torpe.
-A veces pienso: si este país se olvidó del verdadero Botana, ¿cómo creen que va a recordarme?
Descubrí la respuesta muchos años después, el día que la portada del diario Clarínanunció: “Murió el mejor editor del siglo”. Con este homenaje, el periodismo moderno despedía a Jacobo. Y decretaba, definitiva, tácita y sutilmente, la segunda muerte de Natalio Botana.
http://www.lavaca.org/notas/emperador-botana/
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