Estábamos tan cerca que nuestras almas casi se podían tocar. Y quizás ese momento lo habíamos soñado tantas veces, que resultaba imposible que todavía no hubiera ocurrido. Porque algo imaginado tan intensamente, poco a poco se empieza a convertir en memoria y se va encarnando en los recuerdos. Y el cuerpo se empieza a confundir y se engaña, y piensa que hasta lo ha vivido y recuerda los olores dulces, los colores vivos, las salivas tibias, el tacto de las manos húmedas agitando el cuerpo del otro.
Estábamos tan cerca… pero sin darnos cuenta, cuanto más nos acercábamos, más nos alejábamos; atrapados en una vorágine de necedad innecesaria, mezclada con una pasión rabiosa que nos arrancaba las sonrisas y nos devolvía oscuridad y lágrimas.
Entonces en esa tristeza, uno piensa que el amor debería morir de repente, como en un accidente violento, carente de toda agonía. La gente en un susurro diría: “Bueno, por lo menos no sufrió”, y con eso se confortarían y conformarían, contemplando el trágico espectáculo del amor y su muerte.
Es que no hay destino más cruel para el amor que ser asesinado por el tiempo. Que el paso de los días lo ahogue imperceptiblemente hasta dejarlo sin aire, sin alas y sin sueños.
Si yo fuera el amor, me tiraría sin paracaídas del sueño más alto que encontrara; aunque de alguna manera, eso es amar: un suicidio de dos almas abrazadas, sonriendo porque ni siquiera la gravedad del tiempo las pudo matar.
-Brando. Cartas al tiempo.
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