I
A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos.
Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoje los pedacitos y los incorpora a su arcilla.
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II
Un refugio?
¿Una barriga?
¿Un abrigo para esconderte cuando te ahoga la lluvia, o te parte el frío, o te voltea el viento?
¿Tenemos un espléndido pasado por delante?
Para los navegantes con ganas de viento, la memoria es un puerto de partida.
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III
Quien nombra, llama. Y alguien acude, sin cita previa, sin explicaciones, al lugar donde su nombre, dicho o pensado, lo está llamando.
Cuando eso ocurre, uno tiene el derecho de creer que nadie se va del todo mientras no muera la palabra que llameando, lo trae.
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IV
Bajo la mar viaja el canto de las ballenas, que cantan llamándose.
Por los aires viaja el silbido del caminante, que busca techo y mujer para hacer noche.
Y por el mundo y por los años, viaja la abuela.
La abuela viaja preguntando:
-¿Cuánto falta?
Ella se deja ir desde el tejado de la casa y navega sobre la tierra. Su barca viaja hacia la infancia y el nacimiento y antes:
-¿Cuánto falta para llegar?
La abuela Raquel está ciega, pero mientras viaja ve los tiempos idos, ve los campos perdidos: allá donde las gallinas ponen huevos de avestruz, los tomates son como zapallos y no hay trébol que no tenga cuatro hojas.
Clavada a su silla, muy peinada y muy limpita y almidonada, la abuela viaja su viaje al revés y nos invita a todos:
– No tengan miedo – dice – . Yo no tengo miedo.
Y se desliza la leve barca por la tierra y el tiempo.
– ¿Falta mucho? – pregunta la abuela, mientras va
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V
Viaja la luz de las estrellas muertas, y por el vuelo de su fulgor las vemos vivas.
La guitarra, que no olvida a quien fue su compañero, suena sin que la toque la mano.
Viaja la voz, que sin la boca sigue.
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