M25 (1992)
Desde 1992 Kaminski vive alternadamente entre Alemania y Marsella, como si cumpliera un destino de origen, siempre móvil, siempre desplazado, aunque muy posiblemente ésta sea una condición estimulantemente constitutiva. Pero fuera de ello, este hombre es, en esencia, un artista alemán y, más específicamente, un neoexpresionista sui generis y, a esta altura, tal vez tardío. ¿Por qué tardío? Pocas corrientes en la historia del arte de este siglo fulguraron y se apagaron tan rápido como las distintas versiones de esa encendida gestualidad pictórica deliberadamente desarticulante que tuvo el neoexpresionismo; léase la transvanguardia italiana, la bad painting estadounidense, la nueva pintura mexicana (Teresa del Conde dixit), la nueva imagen argentina. De ahí la probable consideración de Kaminski, a estas alturas, como un deudor tardío de aquel movimiento. La pintura de los tiempos que estamos transitando legitima su razón de ser y existir en diálogo con la instalación y el objeto; por ello la abstracción conceptual o minimal continúa poseyendo vigencia, porque su informalismo entrega la lectura de una extensión del espacio concreto. Sin embargo, muchos observadores, historiadores y críticos parecen levantar aquella vieja frase no ratificada en la práctica de un dirigente chino ya muerto: "que florezcan mil flores". Pero el neoexpresionismo (en el que laten giros escépticamente románticos) encuentra lazos con una vieja tradición del arte y el pensamiento germánicos. Y, cosa curiosa, la tendencia expresionista se corresponde, asimismo, con una antigua herencia cultural mexicana. Max Kaminski posee filiaciones sui generis con la mencionada vertiente; si su inserción en ella fuera ortodoxa no existirían, en algunos cuadros, ciertas puestas de la materia y el color, ciertas vibraciones y honduras, suaves y aireadas, que guardan más analogías con la concepción modernista del plano pictórico que con el adelgazado desarmamiento de autores como Per Kirkeby o Jiri Georg Dokoupil.
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