la tarde,
giraba sobre nuestras cabezas
estrechando sus círculos
de nubes blancas
hacia el vértice áspero
de tu boca
que se abría frente al mar.
Cielo y tierra
morían
en la música verde de las aguas
que no conocían caminos.
Retrocedía,
ahuecada,
la pared del horizonte
e iban a echarse a danzar
las rocas negras.
Me desnivelaban ya
los círculos de arriba
empujándome hacia ti
como hacia raíz lejana
de la que brotara.
Pero sólo la tarde
bebió, lenta,
la cicuta
de tu boca.
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