Aluvión de mariposas amarillas. Decirle adiós a García Márquez
Enviado por Prensa el Jue, 17/04/2014 - 23:10.
Por Melissa Rep*
El servicio meteorológico mexicano, a cargo del señor Raimundo Tepes González, hombre pequeño, robusto y de afición casi preocupante a la colección de macetas vacías, acababa de detectar un fenómeno extrañísimo en sus máquinas de leer el clima: una enorme mancha amarilla se acerca, al parecer, desde este, oeste y sur, a la ciudad de México. Raimundo no se lo preguntó dos veces, porque enseguida lo supo: son las mariposas amarillas que llegan, que van viniendo, que están en camino.
Vienen al entierro del Grande, del Maestro.
Raimundo se lo dictó a las informaciones nacionales: alerta por posibles homenajes espontáneos.
Apenas unos minutos antes él mismo se había enterado de la partida de Gabo. La radio fue la que se lo dijo. No fue un momento muy especial. El Nobel colombiano Gabriel García Márquez murió a la edad de 87 años. Entrevistaron a otros escritores, todos muy conmovidos. Los periodistas reflexionaron sobre su obra, su prosa. Raimundo lo conocía bien, y por eso también estaba apenado. Gabo le había dado luz y voz a gente como él, o como Aureliano, o como Fermina, o Tránsito, o Santiago. Todos hombres y mujeres demasiado reales para existir en serio, todas historias demasiado mágicas para ser ficción. Cuarenta millones de libros en treinta y seis idiomas, decían. Raimundo sonrió: sabia de la historia de una traductora francesa, muy afamada por sus vestimentas chillonas y sus vastos conocimientos del idioma español, que renunció a su trabajo y a su amante y se volvió pintora amateur en los campos elíseos de París cuando le pidieron traducir un García Márquez. Imposible, le dijo a los editores: este hombre escribe en colores que no conozco. Porque Gabo era, ante todo, una lengua: la lengua de Latinoamérica.
Raimundo pensó que se es así de popular cuando se escribe con la experiencia del corazón, y el corazón de Gabo estaba lleno de aventuras. Estaba tan pero tan lleno, pensó Raimundo con ternura, que estoy seguro que ahorita mismo está describiéndose a sí mismo su propio entierro: Y decretaron siete días de duelo, y dos meses sin plátano frito, porque además escaseaba la fruta y en los campos había plagas incestuosas, y llevaron su cuerpo en un cajón de madera labrada por las calles de Aracataca, su pueblo natal, hasta depositarlo bajo un altar de ladrillos rojizos, con un lugar para la futura placa, otro para el futuro busto y un balde lo suficientemente ancho para que tuviese a mano cuando fuese a buscar el hielo.
Raimundo, que estaba muy meditativo con los pulgares entrelazados y la vista al cielo raso (porque al cielo Raimundo sólo lo veía desde su computadora, y en colores satelitales), sonrió. Ay, Gabo. Una pena que los hombres grandes tengan que soltarnos la mano.
Se acercó a su pantalla: la marejada de mariposas avanzaba a velocidad infernal. Empezaron a sonar los teléfonos, lo llamaban desde el gobierno: cómo que viene una plaga, exclamaron. Raimundo suspiró. No es plaga, es elegía, respondió, seco, y colgó enseguida.
Hasta que llamaron de Macondo. Raimundo reconoció esa llamada, y atendió.
–Llegó bien– dijeron del otro lado de la línea –ahora está en la hamaca, leyendo. Dice que lamenta lo de las mariposas.
Raimundo se rió.
–Dile que está bien. Que lo extrañaremos, nomás. Dile eso.
* Integrante del Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos
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