jueves, 6 de agosto de 2015


Si alguna vez te has encontrado al aire libre poco antes del alba, habrás observado que la hora más oscura de la noche es la que precede a la salida del sol.
Las tinieblas se vuelven más oscuras y anónimas.
Si nunca hubieras estado en el mundo ni sabido lo que era el día, jamás podrías imaginar cómo se disipa la oscuridad, cómo llega el misterio y el color del nuevo día.
La luz es increíblemente generosa, pero a la vez dulce.
Si observas cómo llega el alba, verás cómo la luz seduce a las tinieblas.
Los dedos de luz aparecen en el horizonte; sutil, gradualmente, retiran el manto de oscuridad que cubre el mundo.
Tienes frente a ti el misterio del amanecer, del nuevo día. Emerson dijo: «Los días son dioses, pero nadie lo sospecha.» Una de las tragedias de la cultura moderna es que hemos perdido el contacto con estos umbrales primitivos de la naturaleza.
La urbanización de la vida moderna nos apartó de esta afinidad fecunda con nuestra madre Tierra.
Forjados desde la tierra, somos almas con forma de arcilla. Debemos latir al unísono con nuestra voz interior de arcilla, nuestro anhelo.
Pero esta voz se ha vuelto inaudible en el mundo moderno.
Al carecer de conciencia de lo que hemos perdido, el dolor de nuestro exilio espiritual es más intenso por ser en gran medida incomprensible.
Durante la noche, el mundo descansa.
Árboles, montañas, campos y rostros son liberados de la prisión de la forma y la visibilidad.
Al amparo de las tinieblas, cada cosa se refugia en su propia naturaleza.
La oscuridad es la matriz antigua. La noche es el tiempo de la matriz.
Nuestras almas salen a Jugar.
La oscuridad todo lo absuelve; cesa la lucha por la identidad y la impresión. Descansamos durante la noche.
El alba es un momento renovador, prometedor, lleno de posibilidades. A la luz nueva del amanecer reaparecen bruscamente los elementos de la naturaleza: piedras, campos, ríos y animales. Así como la oscuridad trae descanso y liberación, el día significa despertar y renovación. Seres mediocres y distraídos, olvidamos que tenemos el privilegio de vivir en un universo maravilloso.
Cada día, el alba revela el misterio de este universo. No existe sorpresa mayor que el alba, que nos despierta a la presencia vasta de la naturaleza. El color maravillosamente sutil del universo se alza para envolverlo todo. Así lo expresa William Blake:
«Los colores son las heridas de la luz». Los colores destacan la perspectiva de nuestra presencia secreta en el corazón de la naturaleza.

El círculo celta del arraigo

En la poesía celta campean el color, la fuerza y la intensidad de la naturaleza. En sus bellos versos reconoce el viento, las flores, la rompiente de las olas sobre la tierra. La espiritualidad celta venera la luna y adora la fuerza vital del sol.
Muchos antiguos dioses celtas estaban próximos a las fuentes de la fertilidad y el arraigo. Por ser un pueblo próximo a la naturaleza, ésta era una presencia y una compañera. La naturaleza los alimentaba; con ella sentían su mayor arraigo y afinidad.
La poesía natural celta está imbuida de esta calidez, asombro y sentido del arraigo.
Una de las oraciones celtas más antiguas se titula La coraza de San Patricio; su nombre más profundo es La brama del ciervo.
No hay división entre la subjetividad y los elementos. A decir verdad, son las mismas fuerzas elementales las que dan forma y elevación a la subjetividad:
Amanezco hoy
por la fuerza del cielo, la luz del sol,
el resplandor de la luna,
el esplendor del fuego,
la velocidad del rayo,
la rapidez del viento,
la profundidad del mar,
la estabilidad de la tierra,
la firmeza de la roca.
Amanezco hoy
por la fuerza secreta de Dios que me guía.
Texto del Anam Cara

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