sábado, 25 de octubre de 2014

Mujeres argentinas/ Salvadora Medina Onrubia

En diálogo con sus amigos, en el clima mágico que iba siempre con él y que ubicaba sin sentirlo en su tiempo propio a los que compartían su conversación, Juan L. Ortiz solía recordar en su casa de Paraná, en la bajada de calle Buenos Aires a la vista del río, entre muchos otros a Salvadora, “la hermana mayor” que aparece como en un altar en alguno de sus poemas.

De Salvadora sabíamos por él que había sido maestra y periodista en Gualeguay, que era altruista y generosa sin límites con los escritores entrerrianos que iban a probar fortuna a Buenos Aires, cuando después de la muerte de su marido, Natalio Botana, se encargó de la dirección del diario Crítica, por entonces avanzada del periodismo argentino.
Salvadora Medina Onrubia nació en La Plata en 1894, en una familia de origen judío, hija de una ecuyere de circo a la que llamaban “Brasita de fuego” por el color de su pelo.
Jovencita, a los 15 años, se hizo anarquista impactada como puede acontecer a esa edad por el impresionante ejemplo de otro joven, el inmigrante ucraniano Simón Radowitzky, que mató con una bomba casera en 1909 al jefe de policía ejecutor de la masacre contra anarquistas en Buenos Aires el primero de mayo de ese año, conocida como “la semana roja” durante la presidencia de Figueroa Alcorta.
Salvadora, con sus pocos años y su condición femenina a cuestas, porque entonces era una carga, le pidió al presidente en una entrevista personal en la Casa Rosada por la libertad de Simón, pero no la consiguió. Figueroa Alcorta sabía quién era esa niña, y dicen que la respetaba tanto que su respeto lindaba con el temor.
Entonces ella ayudó a fugarse a Simón, pero el anarquista fue apresado nuevamente y confinado en la cárcel de Ushuaia durante 21 años. Cuando fue indultado, a la primera que recordó fue a Salvadora. Luego abandonó la Argentina, luchó en la guerra civil española en el bando republicano y murió en México. Todavía hoy, al pie del monumento del coronel Ramón Falcón, el jefe ajusticiado en las calles porteñas, aparece la leyenda “Simón vive”, porque hay cosas que no se olvidan.
Salvadora comenzó a colaborar en La Nación, El Hogar, Caras y Caretas con piezas dramáticas y de teatro para niños
En 1915 se casó con Natalio Botana, empresario uruguayo fundador del diario Crítica, que introdujo modificaciones fundamentales y muy creativas en la prensa argentina. El diario era sensacionalista y de tendencia conservadora, pero muy innovador gracias a Botana, que era aventurero y bohemio, y dio lugar a figuras como Roberto Arlt y Jorge Luis Borges, entre otros, abrió el camino a las grandes coberturas deportivas y fue el primer multimedio argentino.

Salvadora dirigió el diario después de morir su esposo en un accidente teñido de sospechas.
Si bien la relación de Salvadora con el gobierno de Yrigoyen no fue buena, ante todo por el incidente con motivo de Radowitzky, peor fue con la dictadura que lo volteó, encabezada por el general filofascista salteño José Félix Uriburu. Crítica atacó ferozmente a Yrigoyen antes de su caída, y la festejó en tapa, pero a poco se vio que Uriburu no era lo que esperaba y el nuevo César terminó clausurando el diario y mandando a prisión a Natalio y a Salvadora.

Cuando un grupo de intelectuales solicitaron a Uriburu “magnanimidad” para Salvadora por ser mujer, poeta y madre, ella desde la cárcel mandó una carta al presidente, al que ya algunos de los que habían propiciado el golpe de Estado llamaban en burla “von Pepe” por sus veleidades nazis y porque se llamaba José y se aprestaban a dejarlo solo primero y a voltearlo después.
En la Argentina el poder real estaba en manos de la oligarquía vacuna, que se debía en cuerpo y alma al Imperio Británico y nada podía por el momento desviar esa inclinación.
Salvadora no estuvo de acuerdo con la “magnanimidad” que reclamaban para ella, porque veía de lejos en que se fundaba el pedido y qué implicaba.
Desde la cárcel del Buen Pastor, le mandó a Uriburu esta carta, ejemplar por muchos motivos, escrita de manera casi clandestina a pesar de la intimidación de los carceleros:
“Acabo de enterarme del petitorio presentado al gobierno provisional pidiendo magnanimidad para mí. Agradezco a mis compañeros de letras su leal y humanitario gesto; reconozco el valor moral que han demostrado en este momento de cobardía colectiva al atreverse por mi piedad a desafiar sus tonantes iras de Júpiter doméstico. Pero no autorizo el piadoso pedido … Magnanimidad implica perdón de una falta. Y yo ni recuerdo faltas ni necesito magnanimidades.
Señor general Uriburu, yo sé sufrir. Se sufrir con serenidad y con inteligencia. Y desde ya lo autorizo que se ensañe conmigo si eso le hace sentirse más general y más presidente. Entre todas esas cosas defectuosas y subversivas en que yo creo, hay una que se llama karma, no es un explosivo, es una ley cíclica.
Esta creencia me hace ver el momento por que pasa mi país como una cosa inevitable, fatal, pero necesaria para despertar en los argentinos un sentido de moral cívica dormido en ellos. Y en cuanto a mi encierro: es una prueba espiritual más y no la más dura de las que mi destino es una larga cadena. Soporto con todo mi valor la mayor injuria y la mayor vergüenza con que puede azotarse a una mujer pura y me siento por ello como ennoblecida y dignificada. Soy, en este momento, como un símbolo de mi Patria. Soy en mi carne la Argentina misma, y los pueblos no piden magnanimidad.
En este innoble rincón donde su fantasía conspiradora me ha encerrado, me siento más grande y más fuerte que Ud., que desde la silla donde los grandes hombres gestaron la Nación, dedica sus heroicas energías de militar argentino a asolar hogares respetables y a denigrar e infamar una mujer ante los ojos de sus hijos … y eso que tengo la vaga sospecha de que Ud. debió salir de algún hogar y debió también tener una madre.
Pero yo sé bien que ante los verdaderos hombres y ante todos los seres dignos de mi país y del mundo, en este inverosímil asunto de los dos, el degradado y envilecido es Ud. y que usted, por enceguecido que esté, debe saber eso tan bien como yo.
General Uriburu, guárdese sus magnanimidades junto a sus iras y sienta como, desde este rincón de miseria, le cruzo la cara con todo mi desprecio”.
Salvadora, capaz de enfrentar sin miramientos al poder que la tenía presa muestra con el estilo de la época lo que Frei Beto, preso también y torturado durante la dictadura militar en el Brasil, dijo con humor: “lo bueno de estar preso es que se puede hablar libremente de todo sin miedo a que te metan preso”.
Salvadora, a pesar de su talento, de su carácter indoblegable, de la novedad de sus actitudes políticas cuando las mujeres no tenían derecho al voto y estaban equiparadas legalmente con los menores, sufrió de todos modos aquel “karma” que pudo dejar perplejo a Uriburu si leyó su carta, que de todos modos se publicó en los diarios casi de inmediato.
Porque la causación universal que es el karma, no tanto la versión occidentalizada moralizante de la teosofía de Madame Blavatsky que conocía Salvadora, sino el del hinduísmo ortodoxo, sin antropocentrismo ni fines éticos, es la idea de que todo acto deja sus huellas, ninguno se pierde, las acciones que se van regresan y toman nueva forma en un círculo sin salida en la medida de que insistamos con nuevas acciones que generan nuevas reacciones. La “ley cíclica”, iba a recaer sobre el propio general antes o después. Fue mucho antes que después.
La historia la recordó como la mujer de Natalio Botana, en algunos casos como “La Venus Roja”. Los miembros de la oligarquía porteña la consideraban una oveja descarriada que no merecía respeto, entre otras cosas porque fue madre soltera, un pecado imperdonable entonces.
Pero además era anarquista, revolucionaria y muy inteligente y creadora. Nunca tuvo dudas de dónde estaba su lugar en la política, tomó parte activa en las luchas callejeras entre el ejército y los obreros durante la Semana Trágica y fue oradora en las manifestaciones.
Fue la primera mujer argentina encarcelada por motivos políticos, con el prontuario 21.849 de la policía federal.

Pasó su primera juventud en Gualeguay, en la zona rural donde fue maestra de campo y se inició en el periodismo en “El Diario”. Allí la conoció Juan L. Ortiz, que era unos años menor que ella y vivía en aquella ciudad tras su niñez en Puerto Ruiz y una breve estancia con sus padres en Villaguay.
De vuelta a Buenos Aires, Salvadora fue periodista en el diario anarquista La Protesta, PBT, Crítica y Caras y Caretas; escribió novelas como Akasha (otra reminiscencia teosófica), El vaso intacto, El misal de mi yoga, Alma fuerte, La solución, El hombre y su vida y “Las Descentradas”, que algunos críticos consideran su obra más interesante. Fue considerada en su tiempo “la Victoria Ocampo de los anarquistas”.
Salvadora parece contradictoria, pero siempre se ve la unidad que la movía y la claridad central a la que remitían sus contradicciones. Era apasionada hasta la violencia, vehemente, generosa, atrevida, audaz y transgresora mucho más de lo que se toleraba en una mujer en esos años.

Cuando creyó que sus tendencias no podían ser contenidas en Gualeguay se fue a Rosario, donde conoció a Alfonsina Storni, madre soltera y poeta como ella. Fue su amiga hasta el suicidio de Alfonsina, que enferma de cáncer se internó en el mar en la costa marplatense hasta desaparecer.
De Rosario se fue a Buenos Aires con su hijo Carlos, una aventura para la época, después de decirle a su madre, para tranquilizarla, que un compañero anarquista le había conseguido trabajo y pensión.
Redactora de La Protesta, pronunció su primer discurso desde los balcones del colegio Otto Krause. En una entrevista poco antes de su muerte, recordó aquellos años: “Vine a Buenos Aires porque quería vivir como una artista, y eso significaba para mí la libertad, la humanidad universal, todas las experiencias sexuales, y, por supuesto, la revolución, el fin del mundo de oprimidos y opresores, de pobres seres degradados como bestias…”
Crítica la mencionó como caso novedoso de inclusión de una mujer en una redacción periodística en una nota titulada “El caso de la señorita Onrubia”.

Botana se había cruzado alguna vez con la espléndida pelirroja y como Crítica se imprimía en los mismos talleres de La Protesta solía visitar a los linotipistas solo para verla. Si bien la nota que le consagró Crítica decía que “había traspasado las puertas de La Protesta sin advertir el peligro que corría”, Botana trasspasó también algunas puertas y no resistió el encanto de Salvadora, una mujer de gran belleza, que sostenía cosas que él no entendía muy bien, como la liberación femenina del dominio patriarcal y los ideales ácratas.
Pero Salvadora sólo se casó con Natalio cuando nació su hija Georgina y cayó en la cuenta que una niña sufriría mucho más que su hijo Carlos el estigma de ser “hija natural”, ilegítima.
Su nuera la entrevistó cuatro años antes de morir, ya enferma de leucemia, y debió contestar dos preguntas: sus nombres y si estaba embarazada de su hijo para casarse con él.
La nuera era Alicia Villoldo Botana, mujer de Tito, hermano de Carlos, que a los 25 años se destrozó la cabeza de un balazo frente a su hermano.
Ella recuerda que la secretaria de Salvadora era Emma Barrandeguy, otra escritora entrerriana muerta en 2006 en Gualeguay, y que fue archivista y redactora de Crítica.
Narra que debía llevar a Salvadora, anciana y enferma, a dar una vuelta por el barrio porteño donde vivía. Le pedía pasar frente a un supermercado de la calle Vicente López. Una vez frente al gran comercio, Salvadora gritaba: “abajo el capitalismo, fuera yanquis de América latina”.
La nota concluye: “Salvadora no se termina ni con la dolorosa desaparición de su hijo mayor ni con el fallecimiento de su marido -que murió en 1941 en un dudoso accidente de auto en Jujuy- ni con la expropiación de su diario por el gobierno peronista ni con la pérdida total de sus bienes materiales. Salvadora continúa viviendo sus karmas, escribiendo, amando a sus nietos y sobrinas, discutiendo con sus hijos y profundizando los estudios de teosofía con notable talento y energía”.
Transmigración
Yo soy la hierofántida de la Melancolía
custodio en sus altares grandes vasos votivos
mi voz grave, ennoblece, serena, los motivos
piadosos de los salmos que canto cada día.
En los divinos tiempos que Grecia florecía
yo los fuegos sagrados mantuve siempre vivos
y ya sola en el templo con mis dioses esquivos
de un tajo abrí mis venas…En mi larga agonía
de las turbas cristianas yo escuchaba las voces
fui la última pagana que murió con sus dioses!
Hoy mi alma rediviva presiente que como antes
al templo que custodia llega la turba ansiosa…
Volveré a abrir mis venas, y a los pies de la diosa
las gotas de mi sangre serán como diamantes.
Salvadora O. de Botana

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