martes, 19 de agosto de 2025

La nieta de San Martín en la Primera Guerra Mundial: la heredera olvidada

¿Qué tienen en común la sangre del Libertador de América y las trincheras europeas de la Primera Guerra Mundial? Una mujer. Una anciana de 82 años. Una nieta que jamás pisó Argentina, pero que la llamó siempre “mi Patria”. Su nombre era Josefa Dominga Balcarce y San Martín, aunque en la intimidad de su familia le decían simplemente Pepita.

Nació en París en 1836 y fue hija de Mercedes Tomasa de San Martín, la única hija del prócer, y del diplomático Mariano Balcarce. Aunque educada en Francia, Pepita hablaba perfectamente español, conocía la cocina criolla y estaba empapada de la cultura argentina que su madre le transmitía como un tesoro. Lo decía con orgullo en sus cartas: “Argentina es mi Patria”. No una patria prestada. No una patria simbólica. La suya.

Fue la última descendiente directa de San Martín, y lejos de quedarse en el rol pasivo de heredera, eligió ser la curadora del legado familiar. Ella fue la encargada de donar los objetos personales más valiosos de su abuelo al Museo Histórico Nacional: pertenencias íntimas, retratos y hasta la reconstrucción exacta de la habitación donde murió en Boulogne-sur-Mer. Nada se vendió. Todo fue entregado con amor y sentido de pertenencia, para que los argentinos pudieran ver la historia, no solo leerla. También donó una propiedad familiar en Buenos Aires, ubicada en la esquina de las actuales calles San Martín y Perón, al Patronato de la Infancia, con la misma generosidad con la que su abuelo regaló su sable a Rosas: sin rencores ni especulación.

¿Y su vida personal? Se casó con Fernando María de los Dolores Vicente Jacinto Ceofás Gutiérrez de Estrada y Gómez de la Cortina, diplomático mexicano en París. No tuvo hijos. Pero su descendencia no fue biológica: fue moral e histórica.

Ahora bien, el punto más alto de su legado llegó con la Primera Guerra Mundial. Mientras Europa ardía y las élites se escondían, Pepita, con 80 años encima, transformó su residencia en Brunoy en un hospital de campaña. Se negó a evacuar, rechazó las advertencias militares y atendió personalmente a los heridos. Su vocación era tan firme que el gobierno francés la condecoró con la Medalla de la Reconnaissance y la Cruz de la Legión de Honor. Y no, no por portación de apellido, sino por mérito, coraje y entrega.

Murió en 1924, en esa misma casa convertida en refugio de guerra, en un rincón de Francia que la recuerda con respeto. En Argentina, en cambio, su nombre apenas sobrevive en alguna placa olvidada.

¿Curioso, no? La última descendiente del Libertador, la mujer que honró cada una de las máximas que él escribió para su hija —“Dulzura con los criados, amor a la patria, caridad con los pobres”— no figura en los manuales escolares.

Tal vez porque no empuñó un sable, sino una venda. Porque no ganó batallas, pero salvó vidas. Porque no gritó su patriotismo, pero lo vivió en silencio. La nieta del Libertador no liberó naciones, pero rescató memorias, sostuvo vidas y honró su linaje con hechos que el mármol nunca supo contar.
Por Lucas Botta

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