jueves, 13 de agosto de 2020

El otro yo, Mario Benedetti

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le
formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se
metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando
Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las
actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al
muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse
incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era
melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como
era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos,
movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio
estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro
Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no
supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al
Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había
suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre
Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente
vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito
de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se
acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente
estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su
presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que
comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y
saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo
tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía
bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía,
porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

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