Llovió esta tarde y frente a mi casa, en el empedrado lleno de baches, se ha formado un charco. Parece un pedazo de espejo tirado en medio de la calle. Al anochecer, sereno ya el tiempo, unos gorriones que tienen sus nidos enfrente, en el cerco de las campanillas azules, vinieron a beber de él. Fue luego un can vagabundo, flaco y peludo, que se acercó a apagar su sed en el charco. Ahora, al reflejar un trozo de cielo, se ha llenado de estrellas. Y mañana, al alba, se irisará con todos los colores de la aurora. Pero después, cuando pasen para el mercado los carros de verdura y de fruta, más de un pesado casco de mulo desgarrará su agua serena. Y el sol, más tarde, lo absorberá gota a gota, hasta que el bache vuelva a quedar seco, con un triste aspecto de esqueleto. El charco, entonces, se habrá ido a las nubes, como dicen que las almas de los buenos se van al cielo después de haber vivido su vida como un hombre noble y soñador: apagando bondadosamente la sed de los dulces pájaros y de los perros sin dueño; reflejando estrellas; sintiendo en sus entrañas vivas la dura pezunia de los mulos que pasan. O, lo que es lo mismo: amando, soñando, sufriendo.
El charco de Juana de Ibarbourou
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