viernes, 6 de julio de 2012
EL HOMBRECITO DEL AZULEJO
(Manuel Mujica Láinez, cuento perteneciente a Misteriosa Buenos Aires, 1875
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja.
Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas
severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el
doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente
esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el
hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho
cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que
esperar..
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus
compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del
Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan
serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres
famosos por su buen humor, que en el primero se expresa
con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de
ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan
en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la
Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el
comentario y en su calavera flota una mueca que hace las
veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en
Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino
a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los
Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por
error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital
argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente, el único
distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo
acompañan en el zócalo, son azules como él, con dibujos
geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el
blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su
diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas
antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó
con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa
interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para
completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada
cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo
descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara
que entre los baldosines había uno, disimulado por la
penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros,
los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos
por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos
canastos, y no se percataban del menudo extranjero del
zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que
atravesaban el zaguán y tampoco lo veían; ni lo veían las
chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta
aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la
Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y
entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de
inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde
el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio
del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por
dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que
sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy
secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo
del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando
estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y
que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos
bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón
hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata
gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su
soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla
durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la
minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y
paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del
montante donde hay una pequena lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le
escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y
vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano
huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al
sahumerio encendido en el brasero de la sata.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo
declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte
espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En
el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los
espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una
extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del
mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras,
ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio
Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está
vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo
es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con
muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño
de crespón sostiene bajo el maxilar, y estudia su cráneo
terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la
calavera de la propia Muerte y fosforece con verde
resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos
que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran
ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han
reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la
señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados
sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho
zumba como si pidiera silencio, alrededor de la unica
lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le
late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando
a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes
nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará
solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es
la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el
brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El
hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va
hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los
hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón.
Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte,
cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que
podría dormir en la palma de la mano de un chico, tan
insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en
el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que
algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del
caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas
mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los
mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el
relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una
guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar.
Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha
quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort...
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en
francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla
perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad
donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no
cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas.
Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran
Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a
todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio,
exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos
Atres, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo
esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer
su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la
llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el
parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo
conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los
reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en
el momento en que los embajadores y los príncipes calculan
las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a
Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el
brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada
visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los
ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con
sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los
moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los
cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en
los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las
porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero
enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse
de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo,
¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos
moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma
desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del
brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le
sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a
hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin
citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin
lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco
minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser
muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que
ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el
hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que
transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de
Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los
Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica, “rue de
Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o
carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero
que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce
pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y,
adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos,
le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda
enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una
moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un
remedio para la calvicie y que, de tanto repetir
demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso
pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos
Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta,
galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece
corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj.
Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires
ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la
amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a
hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos
y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina,
donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la
noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta
Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes
más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe
de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo,
hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos
cuernos marciales, “bastante diferentes, “nest-ce pas, de la
corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e
incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses,
con los borgoñones.Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres
revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con
leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla;
hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a
las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque
Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además
no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más
truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace
reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando
inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por
sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de
Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se
desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su
adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que
los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo
flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un
almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado
coronamiento del aljibe.
-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se
persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz
revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de
nuevo, y ha comprobado que el plazo que el destino
estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un
brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca,
nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el
barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá
cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve,
iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y
corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a
pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de
mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa
como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La
Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que
pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo
descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las
calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la
Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el
pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va
agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen
al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja
en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y
despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa,
arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que
hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En
cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del
cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían.
El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta
vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se
sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han
contagiado del optimismo que emana de su buen humor.
Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de
solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de
histología y anatomía patológica y de que el segundo es
profesor de medicina legal y toxicología, también en la
Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que
Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano
en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del
disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor
de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los
faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba
municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y
enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y
Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha
compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece
remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en
brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a
visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo
corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y
que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y
tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe
nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio,
sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del
aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a
su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni
siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se
ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo
único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en
un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al
hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes,
cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y
como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ése es
día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo
de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la
cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y
fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que
verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio,
pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto
trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el
más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy
no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a
Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de
los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto,
con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano
francés estampado en una cerámica puede burlar a la
Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas
de un niño.
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