Marguerite Donnadieu nació en la Indochina francesa en 1914, en donde vivió su infancia y parte de su juventud. Más conocida por su seudónimo de Marguerite Duras, es una de las voces más destacadas de la literatura francesa.
Hija de un profesor de matemáticas, Duras era el nombre del pueblo francés donde su padre compró una casa para pasar los veranos y por esta razón ella adoptó este seudónimo. A los cuatro años, Marguerite perdió a su padre y su madre tuvo que afrontar la manutención de la familia, en medio de una difícil situación económica.
En 1932 regresó a Francia, estudió Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas. Trabajó como secretaria en el ministerio de Colonias.
A los 15 años
En 1939 se casó con Robert Antelme. Ese mismo año conoce a Dionys Macolo, quien termina siendo su amante. En la Segunda Guerra Mundial, Robert y Marguerite hacen parte de la resistencia francesa y posteriormente será parte del Partido Comunista, del que será expulsada. Cuando Robert regresa del campo de Dachau Marguerite quería divorciarse de él, pero las penosas condiciones en que se encontraba la hicieron desistir. En 1946 finalmente se divorcia y casa con Dionys.
En 1943 se publica su primera novela «Les imprudents» y «La vie tranquile». También publicó obras de teatro y escribió guiones para cine, además de haber sido directora de varias películas, entre ellas India song y Los niños.
Su producción como escritora se destaca por un alto contenido autobiográfico y una fuerza narrativa impresionante.
En 1996, muere de un cáncer de garganta y se encuentra enterrada en el cementerio de Montparnasse.
En 1993
jueves, 30 de septiembre de 2010
EL MONASTERIO DE LAS ALMAS
Una historia de espionaje, intrigas y peligro que se extiende desde el Renacimiento hasta nuestros días, y que gira en torno al destino del conocimiento de la humanidad entera. Alfonso López, historiador de la época del Renacimiento, descubre un viejo papiro en una habitación secreta de un viejo hostal en Italia. El documento consiste en una biografía de Dante Alighieri. El manuscrito es en sí mismo sorprendente; sin embargo, Alfonso se da pronto cuenta de que hay mucho más por descubrir detrás de él. El documento lleva a otros documentos y también a otros escenarios, y lo que parecía ser una aventura académica se convierte en una peligrosa historia de espionaje alrededor de un plan oculto y ambicioso que persigue la captura de la totalidad del conocimiento humano.
Autor: Ernesto O. Roca Urioste
Mariposas azules - Cuento infantil
Graciosa y en pausado aleteo, volaba feliz entre los árboles del bosque, una hermosa mariposa, con alas azules y puntos dorados, reflejando los rayos del sol.
Inocente junto a sus hermanas, libaba aquí y allá una flor, llevando el polen en sus patitas y antenas, cumpliendo así el ciclo de polinización.
No conocían el peligro, algunas de ellas contaban que había pasado (hacía muchos años), un cazador de mariposas y se había llevado algunos ejemplares.
Ellas no tenían miedo, su generación había resistido tantos años en la cima de los árboles que era casi imposible que se extinguieran. Se reproducían por cientos todos los años.
Pero… cierto día cuando celebraban una danza nupcial, vieron levantarse grandes lenguas de fuego sobre el bosque y extensas nubes de humo subían hasta el cielo.
Horrorizadas comenzaron a volar, avisando a los demás animales e insectos, todos iniciaron la huída hacia el lado opuesto del fuego.
Pero las llamas eran veloces y el tremendo calor lo favorecía, devorando todo a su paso.
Muchos animales pequeños que no podían huir, fueron presas del fuego.
Los árboles calcinados quedaron hechos cenizas, junto a las demás plantas que servían de alimento al voraz fuego.
Las mariposas de alas azules y oro, acostumbradas a volar muy lento no pudieron resistir el calor de las llamas que no tuvieron piedad de esas alas tan hermosas, y estériles fueron sus esfuerzos por huir.
Pasaron los días, el fuego se extinguió cuando al fin, una lluvia salvadora cayó sobre el bosque. Pero este bosque tan bullicioso y alegre por los cantos de las aves, el aleteo de las mariposas y el colorido de las flores, hoy es un cementerio gris y tétrico, humeante aún y silencioso a no ser por algún quejido de un agonizante sobreviviente.
Días antes del incendio, una joven, había recibido un ramo de hermosas orquídeas lilas, cortadas de ese bosque. Milagrosamente escondidas entre sus pétalos, pequeñas larvas dormían en su metamorfosis.
Poco después, las mariposas azules sacaron sus hermosas alas y volaron, volaron en busca de un nuevo bosque.
CRISELDA M.
lunes, 27 de septiembre de 2010
1964 De EL OTRO, EL MISMO, 1964
I
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines.
Ya no hay una luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes que acercaba el amor.
Hoy sólo tienes la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente) sino lo que no tiene
y no ha tenido nunca,
pero no basta ser valiente para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra y te puede matar una guitarra.
II
Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar.
La vida es corta y aunque las horas son tan largas,
una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar,
esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor.
La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina al Sur,
a cierta puerta, a cierta esquina.-
Jorge Luis Borges
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines.
Ya no hay una luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes que acercaba el amor.
Hoy sólo tienes la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente) sino lo que no tiene
y no ha tenido nunca,
pero no basta ser valiente para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra y te puede matar una guitarra.
II
Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar.
La vida es corta y aunque las horas son tan largas,
una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar,
esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor.
La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina al Sur,
a cierta puerta, a cierta esquina.-
Jorge Luis Borges
El Aleph, Jorge Luis Borges
O God, I could be bounded in
a nutshell and count myself a King of in-
finite space.
Hamlet, II, 2.
But they will teach us that Eternity is
the Standing still of the Present Time,
a Nunc-stans (as the Schools call it);
which neither they, nor any else un-
derstand, no more than they would a
Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46
But they will teach us that Eternity is
the Standing still of the Present Time,
a Nunc-stans (as the Schools call it);
which neither they, nor any else un-
derstand, no more than they would a
Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno
-Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema (1).
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa (2):
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
-¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad: -
Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¡El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudo coñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indis-pensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa - explicó - , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿La viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura (3). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.
[1] Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas.
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudición; estotro le da pompas y galas
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron cuitados el factor HERMOSURA!
De erudición; estotro le da pompas y galas
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron cuitados el factor HERMOSURA!
(2) Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
[3] “Recibí tu apenada congratulación”, me escribió. “Bufas, mi lamentabla amigo, de envidia, pero confesarás... —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más Califa de los rubíes.
[3] “Recibí tu apenada congratulación”, me escribió. “Bufas, mi lamentabla amigo, de envidia, pero confesarás... —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más Califa de los rubíes.
sábado, 25 de septiembre de 2010
Afuera - Caifanes
Muchos años uno cree
Que el caer es levantarse
Y de repente ya no te paras.
Que el amor es temporal
Que todo te puede pasar
Y de repente estas muy solo.
Afuera, afuera tu no existes solo adentro
Afuera, afuera no te cuido solo adentro
Afuera te desbarata el viento sin dudarlo
Afuera nadie es nada solo adentro.
Siguen lo años y uno esta
Creyendo que puede rezar
Y de repente ya te perdiste.
Y uno cree que puede creer
Y tener todo el poder
Y de repente no tienes nada.
Afuera, afuera tu no existes solo adentro
Afuera, afuera no te cuido solo adentro
Afuera te desbarata el viento sin dudarlo
Afuera nadie es nada solo adentro. (ah...)
Afuera, afuera tu no existes solo adentro
Afuera, afuera no te cuido solo adentro
Afuera te desbarata el viento sin dudarlo
Afuera nadie es nada solo adentro. (ah...)
Que el caer es levantarse
Y de repente ya no te paras.
Que el amor es temporal
Que todo te puede pasar
Y de repente estas muy solo.
Afuera, afuera tu no existes solo adentro
Afuera, afuera no te cuido solo adentro
Afuera te desbarata el viento sin dudarlo
Afuera nadie es nada solo adentro.
Siguen lo años y uno esta
Creyendo que puede rezar
Y de repente ya te perdiste.
Y uno cree que puede creer
Y tener todo el poder
Y de repente no tienes nada.
Afuera, afuera tu no existes solo adentro
Afuera, afuera no te cuido solo adentro
Afuera te desbarata el viento sin dudarlo
Afuera nadie es nada solo adentro. (ah...)
Afuera, afuera tu no existes solo adentro
Afuera, afuera no te cuido solo adentro
Afuera te desbarata el viento sin dudarlo
Afuera nadie es nada solo adentro. (ah...)
viernes, 10 de septiembre de 2010
Ulrica - Jorge Luis Borges
Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, o cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Eramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
-Soy feminista -dijo-. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.
La frase quería ser ingeiosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
-No es la primera vez que los noruegos entran en York.
-Así es -dijo ella-. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresióno su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descrubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé -le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega -asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
-A mí también. Podemos sair los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven.
No había un alma en los campos. Le propusé que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
-Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
-En Oxford Street -me dijo- repetiré los pasos de Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
-De Quincey -respondí- dejó de buscarla.
Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
-Tal vez -dijo en voz baja- la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
-Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Tezas, clara y esbelta como Ulrica que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
-Todo esto es como un sueño -dije- y yo nunca sueño.
-Como aquel rey -replicó Ulrica- que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.
Agregó después.
-Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
-En estas tierras -dije-, piensan que quien está por morir prevé el futuro.
Y yo estoy por morir -dijo ella.
La miré atónito.
-Cortemos por el bosque -la urgí-. Arribaremos más pronto a Thorgate.
-El bosque es peligroso -replicó.
Seguimos pos lor páramos.
-Yo querría que este momento durara siempre -murmuré.
-Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres -afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
-Javier Otálora- le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
-Te llamaré Sigurd- declaró con una sonrisa.
Si soy Sigurd -le repliqué- tu serás Brynhild.
Había demorado el paso.
-¿Conoces la saga?- le pregunté.
-Por supuesto -me dijo-. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
-Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
-¿Oíste el lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaba muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba al tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, o cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Eramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
-Soy feminista -dijo-. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.
La frase quería ser ingeiosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
-No es la primera vez que los noruegos entran en York.
-Así es -dijo ella-. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresióno su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descrubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé -le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega -asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
-A mí también. Podemos sair los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven.
No había un alma en los campos. Le propusé que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
-Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
-En Oxford Street -me dijo- repetiré los pasos de Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
-De Quincey -respondí- dejó de buscarla.
Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
-Tal vez -dijo en voz baja- la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
-Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Tezas, clara y esbelta como Ulrica que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
-Todo esto es como un sueño -dije- y yo nunca sueño.
-Como aquel rey -replicó Ulrica- que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.
Agregó después.
-Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
-En estas tierras -dije-, piensan que quien está por morir prevé el futuro.
Y yo estoy por morir -dijo ella.
La miré atónito.
-Cortemos por el bosque -la urgí-. Arribaremos más pronto a Thorgate.
-El bosque es peligroso -replicó.
Seguimos pos lor páramos.
-Yo querría que este momento durara siempre -murmuré.
-Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres -afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
-Javier Otálora- le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
-Te llamaré Sigurd- declaró con una sonrisa.
Si soy Sigurd -le repliqué- tu serás Brynhild.
Había demorado el paso.
-¿Conoces la saga?- le pregunté.
-Por supuesto -me dijo-. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
-Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
-¿Oíste el lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaba muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba al tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.
John-Roger
El Espíritu es un proceso del ahora. El Espíritu existe solamente ahora.
Si intentas adjuntarlo al pasado o al futuro, te estancas y tal vez sientas la ausencia del Espíritu, porque no puede existir para ti fuera del ahora. Ese proceso del apego al pasado o al futuro se puede volver una fijación en tu conciencia.
John-Roger
Dalai Lama
“Ser desapegados no significa que no podamos disfrutar nada o no podamos disfrutar estar con alguien. Mas bien, se refiere al hecho de que aferrarnos fuertemente a algo o a alguien, nos causa problemas. Nos volvemos dependientes de ese objeto o persona y pensamos, “Si lo pierdo, o nunca lo obtengo, entonces seré miserable”. El desapego significa: ”Si obtengo la comida que me gusta, qué bueno; si no la obtengo, está bien. No es el fin del mundo”. No hay apego o aferramiento.”
Dalai Lama.
martes, 7 de septiembre de 2010
Las tres "Dánae" de Tiziano.
La historia de Dánae, ya la sabemos porque en esta misma sección le dedicamos un capítulo a Perseo, hijo precisamente de Dánae. Recordamos así que la belleza de Dánae sedujo a Zeus, y que a pesar de que Acrisio, su padre, la había encerrado para que no conociera varón y así no se pudiera casar, ya que un oráculo había señalado que Acrisio moriría a manos de su nieto, el destino se impuso a sus designios, y en forma de lluvia dorada, Zeus le engendrará a su hijo Perseo.
Esta historia ya la sabíamos, pero hoy querríamos profundizar un poco más en su figura, atendiendo a las versiones que sobre el mismo tema realizó Tiziano, que llegó a completar hasta tres obras distintas tratando esta misma iconografía. No fue el único en cualquier caso, ya que el tema de Dánae es recurrente en la pintura del Renacimiento y el Barroco, con versiones también de Correggio, Mabuse, Rembrandt, Gossaert, habiendo incluso una versión moderna, especialmente bella, de Gustave Klimt.
En el caso concreto de Tiziano, como hemos comentado se conservan tres versiones: la primera, de 1545, se encuentra en el Museo Nazionale de Capodimonte, en Nápoles; la segunda se halla en el Museo del Hermitage en San Petesburgo y la realiza unos años después, en 1553; y casi al mismo tiempo, entre 1553-54, pinta la que se encuentra actualmente en el Museo del Prado, y que cuenta también con un comentario monográfico en nuestra sección de "Miradas CREHA".
Está claro que es un tema recurrente porque resulta un episodio lleno de sensualidad que permite recrearse en el desnudo clásico lleno de opulencia y erotismo velado. Muy del gusto por cierto de los pintores venecianos y en concreto de Tiziano, frecuentador de este género pictórico.
Su iconografía insiste en una serie de recursos que se repiten en los tres cuadros: la composición en horizontal (repitiendo idéntica postura en los tres casos), la voluptuosidad del color, los contrastes de luz; la oposición cromática; y el desnudo sensual y aterciopelado de Dánae, que en los tres casos exalta su belleza, para entender mejor así la debilidad de Zeus.
No obstante, la primera versión es la más sencilla y por ello mismo la más delicada y sugerente. Dánae deslumbra por su luz, radiante en su hermosura, y por el contraste violento que se subraya entre las sábanas de un blanco níveo frente al fondo oscuro. Un cortinaje, recurso utilizado en los tres cuadros, remarca el primer plano, que refuerza así el sentido de la perspectiva, pero en este primer caso sin abusar de la intensidad del color. El cuadro por ello se envuelve en una atmósfera serena y grácil, porque no hay fuertes subidas de color, y Dánae, de una belleza igualmente delicada se deja empapar por la lluvia dorada. En este primer caso, se complementa la iconografía de la escena por un putti alado, que remarca el sentido divino del suceso y que por tanto resulta un componente estrictamente iconográfico.
Las otras dos versiones se parecen mucho entre sí, y marcan distancias con esta primera. Tanto la del Prado como la del Hermitage refuerzan la potencia del color, que se convierte en un elemento protagonista de la composición pictórica. Tonos no sólo más subidos de color, sino de una cadencia cálida que acentúa de esta forma la sensualidad de la escena. Los contrastes además, que anteriormente eran principalmente lumínicos, ahora son cromáticos, entre el rojo carmesí de los cortinajes, los blancos que envuelven la piel cálida de Dánae, y los azules de los fondos. Con ello no sólo se insiste en un marco mucho más sensual, sino que se potencia el atractivo del desnudo y se adelanta la figura al espectador en un juego de perspectiva cuyo causante es el color. La lluvia dorada resulta ahora mucho más explícita, en un juego también de colores complementarios, a base de amarillos que brillan en medio del azul. Y una diferencia más: si en la versión napolitana, la figura del putti ya dijimos que era un complemento iconográfico, en este caso se trata de un recurso puramente pictórico, porque la anciana que aparece de espaldas en ambas versiones actúa de contraste cromático para remarcar el blanco puro del desnudo de Dánae; también de contraste lumínico para exaltar su erotismo; sirviendo en última instancia además para reforzar la perspectiva al situarla de espaldas al espectador.
La obra del Prado cuenta también con un perrito que no aparece en la del Hermitage, pero más allá de detalles anecdóticos, esta versión del Prado, que es la última, resulta la más cálida de las tres, tal vez por la indefinición de una pincelada mucho más tibia y menos detallista, que avanza hacia un estilo mucho más audaz y resuelto de su autor.
En último término las tres versiones sirven para comprobar la evolución estilística de Tiziano, que de un estilo renacentista típicamente veneciano de la primera pintura, va acercándose a posturas de tono manierista, que alcanza su mayor grado de atrevimiento en la última del Museo del Prado.
Esta historia ya la sabíamos, pero hoy querríamos profundizar un poco más en su figura, atendiendo a las versiones que sobre el mismo tema realizó Tiziano, que llegó a completar hasta tres obras distintas tratando esta misma iconografía. No fue el único en cualquier caso, ya que el tema de Dánae es recurrente en la pintura del Renacimiento y el Barroco, con versiones también de Correggio, Mabuse, Rembrandt, Gossaert, habiendo incluso una versión moderna, especialmente bella, de Gustave Klimt.
En el caso concreto de Tiziano, como hemos comentado se conservan tres versiones: la primera, de 1545, se encuentra en el Museo Nazionale de Capodimonte, en Nápoles; la segunda se halla en el Museo del Hermitage en San Petesburgo y la realiza unos años después, en 1553; y casi al mismo tiempo, entre 1553-54, pinta la que se encuentra actualmente en el Museo del Prado, y que cuenta también con un comentario monográfico en nuestra sección de "Miradas CREHA".
Está claro que es un tema recurrente porque resulta un episodio lleno de sensualidad que permite recrearse en el desnudo clásico lleno de opulencia y erotismo velado. Muy del gusto por cierto de los pintores venecianos y en concreto de Tiziano, frecuentador de este género pictórico.
Su iconografía insiste en una serie de recursos que se repiten en los tres cuadros: la composición en horizontal (repitiendo idéntica postura en los tres casos), la voluptuosidad del color, los contrastes de luz; la oposición cromática; y el desnudo sensual y aterciopelado de Dánae, que en los tres casos exalta su belleza, para entender mejor así la debilidad de Zeus.
No obstante, la primera versión es la más sencilla y por ello mismo la más delicada y sugerente. Dánae deslumbra por su luz, radiante en su hermosura, y por el contraste violento que se subraya entre las sábanas de un blanco níveo frente al fondo oscuro. Un cortinaje, recurso utilizado en los tres cuadros, remarca el primer plano, que refuerza así el sentido de la perspectiva, pero en este primer caso sin abusar de la intensidad del color. El cuadro por ello se envuelve en una atmósfera serena y grácil, porque no hay fuertes subidas de color, y Dánae, de una belleza igualmente delicada se deja empapar por la lluvia dorada. En este primer caso, se complementa la iconografía de la escena por un putti alado, que remarca el sentido divino del suceso y que por tanto resulta un componente estrictamente iconográfico.
Las otras dos versiones se parecen mucho entre sí, y marcan distancias con esta primera. Tanto la del Prado como la del Hermitage refuerzan la potencia del color, que se convierte en un elemento protagonista de la composición pictórica. Tonos no sólo más subidos de color, sino de una cadencia cálida que acentúa de esta forma la sensualidad de la escena. Los contrastes además, que anteriormente eran principalmente lumínicos, ahora son cromáticos, entre el rojo carmesí de los cortinajes, los blancos que envuelven la piel cálida de Dánae, y los azules de los fondos. Con ello no sólo se insiste en un marco mucho más sensual, sino que se potencia el atractivo del desnudo y se adelanta la figura al espectador en un juego de perspectiva cuyo causante es el color. La lluvia dorada resulta ahora mucho más explícita, en un juego también de colores complementarios, a base de amarillos que brillan en medio del azul. Y una diferencia más: si en la versión napolitana, la figura del putti ya dijimos que era un complemento iconográfico, en este caso se trata de un recurso puramente pictórico, porque la anciana que aparece de espaldas en ambas versiones actúa de contraste cromático para remarcar el blanco puro del desnudo de Dánae; también de contraste lumínico para exaltar su erotismo; sirviendo en última instancia además para reforzar la perspectiva al situarla de espaldas al espectador.
La obra del Prado cuenta también con un perrito que no aparece en la del Hermitage, pero más allá de detalles anecdóticos, esta versión del Prado, que es la última, resulta la más cálida de las tres, tal vez por la indefinición de una pincelada mucho más tibia y menos detallista, que avanza hacia un estilo mucho más audaz y resuelto de su autor.
En último término las tres versiones sirven para comprobar la evolución estilística de Tiziano, que de un estilo renacentista típicamente veneciano de la primera pintura, va acercándose a posturas de tono manierista, que alcanza su mayor grado de atrevimiento en la última del Museo del Prado.
Tiziano. Dánae y la lluvia de oro. 1545-1546.
Museo de Capodimonte. Nápoles.
Tiziano: "Dánae". Hermitage.
San Petesburgo.
Tiziano: "Dánae recibiendo la lluvia de oro".
Museo del Prado.
Kshanti
El término Kshanti (sánscrito) o khanti (Pali) ha sido traducido como paciencia, tolerancia y perdón. Se trata de una de las prácticas para llegar a la perfección, es decir, una de las paramitas, tanto en la escuela Theravāda como en la Mahāyāna del Budismo.
Kshanti es la práctica de ejercitar la paciencia hacia un comportamiento o situación que no la merece necesariamente. Se ve como elección consciente para dar paciencia como se da un regalo, más que como caer en un estado de opresión en el cual nos obliguemos a no actuar.
Marguerite Duras - L'amant
“Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado… Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”…
(Ibd. Duras; marguerite. “El Amante”/ “L´Amant”).-
“El Amante” (1984) es una novela autobiográfica de Marguerite Duras que relata una experiencia iniciática: el deseo como constructor de la identidad del personaje. Es una experiencia de poder, de autoafirmación tras el reconocimiento, que culmina en la literatura: este proceso lleva a la autora/personaje a autoafirmar su independencia, ligada al cumplimiento de su vocación literaria. Escritura y deseo y escritura del deseo se imbrican en la obra de Marguerite Duras. Al cabo de una larga trayectoria, la escritora relata no sólo el porqué sino el cómo de su camino literario y personal. Una autobiografía “al estilo de Duras” posee unos rasgos específicos, lo cual me ha llevado a pensar en la posibilidad de caracterizar el género autobiográfico como una modalidad de discurso didáctico, de acuerdo con la clasificación contenida en Virtuts textuals, ya que me ha interesado reconocer los aspectos de didactismo que contiene una autobiografía, pues el texto dice cómo es lo que es en el texto. Ése “lo que es es así” podría ser constitutivo del género. Lo que hay “fuera” del texto de “El Amate” es la experiencia inicial del deseo y la construcción que lleva a cabo la protagonista de una identidad propia, diferenciada del resto del mundo y un proceso de emancipación que ha de culminar en su actividad como escritora: es la emergencia de un yo definido, inmediatamente posterior a su reconocimiento en una imagen emblemática. Dentro de esa idea abstracta, se incluye la realización de la personalidad como un “alumbramiento” a partir del cual la narradora se hace visible para el mundo y encuentra las claves de su diálogo con él. El deseo se hace equivalente de la vida, de lo que da la vida y puede ubicarse en la realidad: las calles, como paradigma de lo exterior y de la alteridad; por las calles circulan la vida, el deseo, intercambiables.-
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Frases de “El Amante”:
“Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo: La conozco desde siempre”…
“La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie… Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se anticipaban al tiempo, a los hechos”…
“Escribir ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. Esa desesperación se manifestaba en un momento dado del día. Y después seguía la imposibilidad de seguir avanzando, o el sueño, o, a veces nada…. O nada, o dormir, morir”…
“No se trata de que sea necesario conseguir algo, sino de que es necesario salirse de donde se está… Puedo convertirme en lo que quieran que sea. Y creerlo”.
“Bajo el sol brumoso del frío, el sol del calor, las orillas se difuminan, el río parece juntarse con el horizonte. El río fluye sordademente, no hace ningún ruido, la sangre en el cuerpo. Fuera del agua no hay viento”.
“Nada tiene tiempo de hundirse, todo es arrastrado por la tempestad profunda y vertiginosa de la corriente interior, todo queda en suspenso en la superficie de la fuerza del río”…
En la tremenda corriente contemplo el último instante de mi vida. La corriente es tan fuerte que lo arrastraría todo, incluso piedras, una catedral, una ciudad. Hay una tempestad que ruge en el interior de las aguas del río. Del viento que se debate.
“La imagen había participado de esta imagen, adelantándose: El mar, informe, simplemente incomparable… El mar, la intensidad que recoge, se aleja, vuelve”…
“Cuando muere es un día triste. De primavera, creo, de abril. La muerte llevaba ventaja sobre el final de su historia. En vida ya estaba acabado, era demasiado tarde para que muriera, era un hecho desde la muerte del pequeño hermano. Las palabras subyugantes: Todo está consumado“.
“No sé por qué le quería hasta el extremo de querer morir de su muerte. Nada nuevo podía alcanzar ese amor. Yo había olvidado la Muerte”.
“Se equivocaban. El error que se había cometido, en pocos segundos, se propaló por todo el universo. El escándalo estaba a la escala de Dios. Mi hermano menor era inmortal y no lo habíamos advertido. La inmortalidad había sido encubierta por el cuerpo de ese hermano mientras vivió y nosotros no comprendimos que era aquel cuerpo donde la inmortalidad se hallaba alojada. El cuerpo de mi hermano estaba muerto. La inmortalidad había muerto con él… Habría que prevenir a la gente de esas cosas. Enseñarles que la inmortalidad es mortal, que puede morir, que ha ocurrido, que sigue ocurriendo. Que no se muestra nunca como tal, que es la duplicidad absoluta. Que la vida es inmortal mientras se vive, mientras se está con vida… Que es tan falso decir que carece de principio y de fin como decir que empieza y termina en la vida del alma desde el momento en que participa del alma y de la prosecución del viento”…
sábado, 4 de septiembre de 2010
FOR YOU - TRIUMVIRAT - (1979)
Words can't describe what I feel
When I'm alone with you at night
Words seem to fail
A single smile upon your face
Will make my day
Words don't explain what it means
To hold you in my arms again
Words cannot say
How I love to be with you
In every way
L fly if you will see me I'm getting high on love and feeling
I take your hand
I hold your face
Your lips feel soft
Let's make it last for days
Higher 'than the eagle
We'll fly away with love and feeling
And I can't wait until you see me
See me again
There are times when we're apart
And when I think of you
I hold my pounding heart
And all l want to do
Is to be close you
And every time it's like a brand new start
Words don't explain what it means
To hold you in my arms again
Words cannot say
How I love to be with you
In every way
I fly if you will see me
I'm getting high on love and feeling
I take your hand
And hold your face
Your lips feel soft
Let's make it last for days
Higher that the eagle
We'll fly away with love and feeling
Yes I can wait until you see me again