miércoles, 19 de abril de 2017

“Fina Warschaver: “Los territorios nocturnos del alma” por Daniel Link

Hija del centenario, Fina Warschaver nació en Buenos Aires el 8 de diciembre de 1910 y este año habría cumplido, por lo tanto, noventa años. Sus padres eran inmigrantes

que, como tantos otros, habían abandonado sus pueblos de Europa en busca de un venturoso futuro que, entonces,

Argentina parecía poder ofrecer al mundo.


Fina Warschaver, Buenos Aires, 1910-1989. Sus padres, inmigrantes ruso-judíos, se radicaron en Argentina a comienzos del siglo XX. Empezó su carrera literaria colaborando en la revista Claridad sobre temas históricos y políticos. En 1946, publicó su primera novela, “El retorno de la primavera”, después siguieron “La Casa Modesa” (1949) relatos sobre la alienación de la mujer, “Cantos de mi domingo” (1956) poemas, “El hilo grabado” (1962) cuentos, “Los que derrocaron a Dorrego” (1972) pieza teatral y “Hombre-Tiempo. Secuencias de Amós” (1974). Fue también traductora de obras literarias y ensayos de Emile Zola, Gerard de Nerval, Michel Butor y otros. Hizo crítica literaria sobre Holdërlin, González Tuñón, el Dante, etc. Al fallecer en 1989, dejó numerosos apuntes sobre la Revolución Francesa en su bicentenario.



“Allá, en los orígenes

de una aldea de Rumania llamada Tatarbunar (pueblo de tártaros), busco alguna explicación de mi propio ser”, escribió alguna vez. “Aunque los sucesores de esos belicosos tártaros fueran después pobres campesinos judíos, algún parentesco debían tener: su espíritu indomable y levantisco”. En esta mitológica genealogía encontraba Warschaver los antecedentes de su propia rebeldía. Desde su primera novela, El retorno de la primavera (1947), su voz fue consolidándose como una de las más originales en el panorama de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo y si hoy su obra se conoce mal y poco es precisamente por su triple condición de mujer, hija de inmigrantes y comunista militante en un país que, como el nuestro, hizo

del gaucho y de su voz, no casualmente, todo un emblema literario. En 1949 publica La Casa Modesa y en 1962 El hilo grabado, dos libros de cuentos que la

muestran como una maestra de la forma breve y que hacen que los críticos más inteligentes relacionen sus prosas con las de Katherine Mansfield. Como ella, Warschaver también llevaba

un diario, cuya publicación se espera todavía. Como ella, también, construye sus ficciones casi minimalistas alrededor de dos o tres obsesiones que, avant la letre, investigan las posibilidades de articulación del “género” y la escritura.

Dedicatoria de Rafael Alberti a Fina Warschaver
En 1956 publica Cantos de mi domingo, una recopilación de sus poemas y en 1972

su pieza teatral Los que derrocaron a Dorrego obtuvo una mención especial en el concurso de Argentores. Hombre-Tiempo (1973) es probablemente el libro en el que mejor encarnan sus preocupaciones sobre la memoria, el cuerpo, la “condición femenina”, el tiempo, las penas del mundo. Casada con Ernesto Giudici -importante dirigente del Partido Comunista Argentino hasta 1973, cuando abandona sus filas luego de una violenta polémica-, ese lazo no le sirvió sino para ahondar su soledad como escritora.

La Casa Modesa fue juzgado como un libro “formalista” por el partido. Elías Castelnuovo escribió a Warschaver, a propósito del mismo libro, una carta condescendiente y, ahora, vergonzante: “Leí su libro. Apreciación sintética: bueno. Si se tiene en cuenta que ha sido escrito por una mujer: muy bueno”. Cuando murió, Raúl Larra despidió sus restos en nombre de la Sociedad Argentina de Escritores el 30 de julio de 1989 con palabras igualmente ambiguas: “Fina Warschaver perteneció a la Argentina invisible, la que trabaja infatigable en la sombra, lejos del escenario, aferrada a la autenticidad y a lo profundo”. Porque era mujer, se esperaba de ella una cierta “autenticidad” y una cierta “profundidad”. Porque era comunista, se esperaba de ella un cierto compromiso con el realismo

oficial del partido. Ni una cosa ni la otra es lo que se lee en su obra, más bien lanzada a la investigación y a la experimentación en los límites de lo decible. Traductora de Zola y de Butor, voraz lectora del surrealismo y, naturalmente, del psicoanálisis, Warschaver pretendía usar todos los recursos de la “nueva novela” para dar cuenta de un universo marcado por la falta y el desasosiego. Otra vez, Elías Catelnuovo, como un arquero zen, da en el blanco ciegamente: “Para frecuentar los así

llamados territorios nocturnos del alma y proyectar allí alguna luz se requiere una valentía

y una franqueza difícil en el hombre, casi insalvable en la mujer”. Mujer, comunista, judía, escritora. No es raro que la obra de Warschaver sea hoy un episodio secreto de la literatura argentina. Tal vez la corrección política, si alguna vez -mejor que nunca- llega a estas costas, la rescate del inmerecido olvido en el que se encuentra y la coloque junto a las otras voces de la literatura argentina que verdaderamente importan.

Fina Warschaver

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