lunes, 2 de enero de 2017

La ciudad sin Laura - Francisco Luis Bernárdez


      En la ciudad callada y sola mi voz despierta una profunda resonancia.
      Mientras la noche va creciendo pronuncio un nombre y este nombre me acompaña.
      La soledad es poderosa pero sucumbe ante mi voz enamorada.
      No puede haber nada tan fuerte como una voz cuando esa voz es la del alma.
      En el sonido con que suena siento el sonido de una música lejana.
      Y en la energía remota que la mueve siento el calor de una remota llamarada.
      Porque mi voz es una chispa de aquella hoguera que eterniza lo que abrasa.
      Porque mi amor es una chispa de aquella hoguera que eterniza lo que abrasa.
      Para poblar este desierto me basta y sobra con decir una palabra.
      El dulce nombre que pronuncio para poblar este desierto es el de Laura.
      Las cosas son inteligibles porque este nombre de mujer las ilumina.
      Porque este nombre las arranca de las tinieblas en que estaban sumergidas.
      Una por una recuperan su resplandor espiritual y resucitan.
      Una por una se levantan con el candor y la belleza que teman.
      La obscuridad desaparece mientras el sueño silencioso se disipa.
      Por este nombre de los nombres hasta la muerte sin palabras tiene vida.
      Ya no resuena entre las cosas el gran torrente de las noches y los días.
      El tiempo calla y se detiene para escuchar esta perfecta melodía.
      Mi vida entera permanece porque este nombre que recuerdo no me olvida.
      Porque este nombre me sostiene con emoción desde su tierna lejanía.
      Cuando mi boca lo ignoraba, la soledad era más honda que el silencio.
      Cuando mi boca estaba muda, mi corazón era invisible como el viento.
      Se conocía que vivía por la canción que lo tenía prisionero.
      Pero vivía en otro mundo; para las cosas de este mundo estaba muerto.
      La pesadumbre de las horas era más íntima que nunca en aquel tiempo.
      Porque las noches eran largas; porque los días de las noches eran lentos.
      La tierra estaba más obscura porque faltaban las estrellas en el cielo.
      El manantial de donde brota la luz que alumbra el corazón estaba seco.
      ¿Qué hubiera sido de mi vida sin este nombre que pronuncio en el desierto?
      ¿Qué hubiera sido de mi vida sin este amor que me acompaña desde lejos?
      Lejos está la dulce causa del corazón, de la cabeza y de la mano.
      Pero su ausencia es la del río, que con la fuente que lo llora vive atado.
      Nunca he sentido como ahora la vecindad de la mujer que estoy cantando.
      Cuando el amor está presente no puede haber nada escondido ni lejano.
      La luz del fuego que me alumbra, ¿no es la que alumbra el corazón del ser amado?
      La llamarada que me quema, ¿no es la del fuego en que se quema sin descanso? Aunque las leguas se interponen entre nosotros, ya no pueden separarnos.
      Porque el amor que vence al tiempo no puede estar sino a cubierto del espacio.
      Entre la dicha y mi existencia la diferencia que hubo ayer se va borrando.
      El ser que nombro es el que, siendo, me da una vida sin dolor ni sobresalto.

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